It Follows (David Robert Mitchell)

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Actualmente el género del terror se encuentra, por muy incongruente que pueda parecer, y de manera simultánea, en uno de sus mejores y peores momentos. Por un lado, la potente maquinaria de los grandes estudios se está encargando de explotar comercialmente cintas con costes de producción tan ínfimos como la calidad e inteligencia que atesoran que, pese a resultar simples fotocopias carentes del más mínimo interés, obtienen descomunales resultados en taquilla. Por otro lado, el cada vez más notorio movimiento independiente está regalando al aficionado ávido de buen cine piezas magníficas firmadas por gente como Adam Wingard, Ti West o E.L. Katz quienes, además de ser notables cineastas con toneladas de talento fluyendo por sus venas, son devotos de un género al que profesan una adoración palpable en sus obras.

Desde que It Follows aterrizase el pasado 2014 en las secciones oficiales de festivales tan prestigiosos como Cannes o, más tarde, Sitges, se han escrito ríos de tinta sobre la primera incursión de David Robert Mitchell en el fantástico. Rápidamente el tren del hype se puso en marcha, y no fueron pocos los que la calificaron de clásico instantáneo o como la quintaesencia del cine de terror contemporáneo.


No seré yo quien niegue tales afirmaciones e intente renegar de la evidente e inmensa calidad que atesora el trabajo del realizador norteamericano, no sólo como el genial revival de los mejores hitos de los ochenta a los que se abraza, sino como el estremecedor e inteligentísimo relato del horror más puro y visceral que propone. No obstante, enmascarada entre la excelencia narrativa y formal, encuentro un gran defecto que la aleja raso por corriente de la magnificencia absoluta que muchos proclaman, y esta es una falta del alma y el cariño que sólo un incondicional absoluto sabría impregnar a cada segmento de su creación.

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La carencia de espíritu con la que percibo que el director y guionista se aproxima a su estimable —aunque algo cojo en ciertos puntos— libreto es contrarrestada con un exceso de cálculo y cerebro que, a pesar de conseguir que It Follows funcione en la mayoría de sus aspectos, la envuelve de un halo de frialdad que dilapida lo que podría haberse convertido en el retorno a la gran pantalla de ese cine de terror que todos estábamos anhelando y que muchos creíamos extinto y vivo en nuestras retinas y estanterías. Ese que sólo maestros como Wes Craven o John Carpenter —ambos referenciados con obviedad por Mitchell— eran capaces de ofrecer.

Si algo tengo que agradecer a esta cinta es la honorable capacidad que ha demostrado para conseguir aterrorizarme durante varios momentos, haciendo que me hundiese en la butaca de la sala de cine y que, más tarde, en la soledad de mi apartamento, el desasosiego experimentado en el visionado, se multiplicase. La capacidad del filme para cortar la respiración del espectador más aguerrido con los mecanismos más sencillos es abrumadora, así como la inspirada lectura sobre la pérdida de la inocencia que se filtra con sutileza y elegancia ente la angustia más visceral.

It Follows es gran ejercicio dentro del género que adolece un director ajeno al mismo. La sustitución del corazón por el cerebro a la hora de gestar un largometraje de estas características puede dar brillantes resultados en forma y fondo, pero siempre carecerá del encanto y el porte que sólo el amor puede generar. Pese a esta carencia y el exceso de florituras formales y estilísticas propias de un autor que, da la sensación, persigue un exceso de notoriedad entre las líneas de su trabajo, nos encontramos ante una película espléndida cuyas costuras han quedado tristemente reveladas por el exceso de cálculo y autoconsciencia.

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