Con The End, Guillaume Nicloux escribe y dirige una obra difícil de clasificar: una película que parece escaparse de los marcos convencionales del cine para sumergirse en un territorio incierto, más cercano al sueño y la experiencia sensorial que a otra cosa, a pesar de recurrir a una narración tradicional para contarse. Gérard Depardieu, protagonista absoluto, es un hombre que sale de caza y, en cuestión de minutos, empieza a perder todos sus referentes: primero el perro, después la escopeta y, tras pasar la noche en el bosque, también a sí mismo, deambulando por un bosque convertido en un espacio extraño, hostil y simbólico.
La película, que al parecer surgió de un sueño del propio Nicloux que empezó a rodar prácticamente de un día para otro con Depardieu, es en sí misma una idea embrionaria. Una génesis que entra en el inconsciente del espectador que espera encontrar una explicación a lo que ocurre durante más de una hora de metraje. De carácter argumentalmente experimental, pero narrativamente temerosa de abrazar el terror o lo paranormal, The End es menos una historia que un trocito de improvisación filmada, que te remueve por dentro y te hace cuestionarte lo que ves, como si en ese ejercicio de libertad creativa tanto el director como el actor introdujeran al espectador a tientas en la oscuridad que se muestra al inicio y casi al final de la película, siguiendo los impulsos que componen un guion preestablecido por el sueño. El resultado, que sin duda puede parecer caprichoso, también produce una amplia gama de reflexiones y emociones en el espectador. Como si este deseara recibir mucho más de lo que está viendo, porque está en potencia allí, en lo que ve.
Uno de los elementos más destacados es la ambientación. El bosque de Fontainebleau se convierte en un protagonista más, un escenario que desorienta. Nicloux construye una atmósfera inquietante, misteriosa, por momentos opresiva, aprovechándose de la presencia de un actor degenerado (¡Qué señor tan ruidoso, Gérard!). La naturaleza se transforma, ante la ausencia de explicaciones más palpables, en metáfora: ¿es representación del duelo, de la soledad no deseada, o incluso de un purgatorio del que el protagonista no logra escapar? La aparición del título de esta obra apenas iniciada la película sugiere, de hecho, que lo que veremos a continuación es algo así como un limbo temporal, un espacio mental que a veces nos hace soñar con la entrada en espíritu de Kiyoshi Kurosawa y el descenso al inframundo de nuestro propio inconsciente.
Depardieu, crudo en forma y fondo, está tan liberado de todo que su actuación resulta despojada de impostura y ante todo natural. Dado el esfuerzo físico, sus andares, su respiración, sus gestos improvisados, todo ello contribuye a crear la sensación de vulnerabilidad y de abandono, aunque también la de una vida de excesos que tal vez proviene de los prejuicios relacionados con la persona antes que con el personaje. En cualquier caso, más allá de ambas opciones, el actor aparece casi reducido a un cuerpo expuesto a los elementos: come insectos, se deja cubrir de bichos, se arrastra por la maleza. Hay algo de recreación involuntaria en su presencia que refuerza la idea de un hombre enfrentado a los límites de lo físico y lo mental.
Fastidia un poco ver que toda esa idea formal, su capacidad de crear misterio y de sostener una atmósfera absorbente durante sus escasos 85 minutos no va un poco más allá. Parece que Nicloux al final prefiere abandonar la posibilidad de permitir que sea el espectador el que imagine y una las piezas de su rompecabezas con una explicación extrañamente literal para una película que se desarrolla como esta. Esa suerte de explicación final convierte todo lo visto en algo fácil y en cierto modo cobarde, como si las sensaciones sobrevenidas de estar viendo a Depardieu deambular sin rumbo en un bosque no tuvieran el valor que hasta entonces tuvieron. En este sentido, The End puede ser frustrante: abre muchas vías de interpretación —la vida como laberinto, la soledad como condena, la enfermedad como pérdida de referentes—, pero conduce a una conclusión que parece decir «mejor que no te comas la cabeza», dejando que sea el espectador el que decida si quiere quedarse con el enigma más que con la historia.
Vista así, The End funciona como metáfora de la vejez, del deterioro físico y mental que obliga a tomar decisiones extremas, o quizá como la representación de un tránsito hacia la muerte disfrazado de paseo por el bosque. ¿Es, entonces, una película fallida o una obra radical? Quizá ambas cosas, teniendo en cuenta que el propio director tenía claro que su obra debería de ser estrenada directamente en plataformas digitales sin pasar por los cines. Su atmósfera puede leerse como puro artificio o como el punto clave de la experiencia; en cualesquiera de los casos no se puede negar que Nicloux rueda una película que, aunque pequeña y laberínticamente sencilla, se quedará en el recuerdo como una experiencia singular, que logra captar las sensaciones que te ofrece un sueño vívido.