Más allá de las coreografías, de su aspecto visual o de su trabajo de cámara (aspectos de los que hablaremos más tarde) hay algo sumamente notable en el último film de Gareth Evans que está muy por encima de todo lo comentado y que probablemente eleve más si cabe la impresión global que nos deja Estragos (Havoc). Esto no es otra cosa que su honestidad a carta cabal. Evans no está tan pendiente tanto de la tener una ejecución brillante, un guión sólido, personajes carismáticos o unos diálogos memorables al estilo de El último Boy Scout, por citar un ejemplo. No, sencillamente planea un producto diseñado exclusivamente para entretener (que no es poco) y generar un ‹show› circense tan sangriento como exagerado y divertido. Y de esa falta de pretensiones sale un conjunto donde sus flaquezas acaban por descartarse sin complejos para el mero goce sensorial.
Poco importa pues que los personajes sean un catálogo genérico mil veces vistos, con un Tom Hardy absolutamente de vuelta de todo y que cada día parece más cerca de hacer películas a lo Nic Cage que de ser estrella del ‹mainstream› hollywoodiense. Poco importa el cero carisma que desprenden a través de unos diálogos sosos casi producto de una IA o que llegue un momento que esta película de mafias, policías corruptos, venganzas y traiciones devenga un sinsentido fuera de toda lógica narrativa. ¿La razón? Que su despliegue flamígero de violencia desatada, coreografías salvajes que sí, Evans repite una y otra vez (¿y a quién le importa?), y su estilo visual más cerca, como diría Rubén Collazos, del Max Payne videojuego que del thriller ‹noir› clásico, consiguen captar nuestra atención irremediablemente.
Sí, desde luego parecen argumentos pobres cinematográficamente, al fin y al cabo pudiera parecer que hemos acabado embobados como zombis mirando fuegos artificiales. Pero no, Estragos es una invitación a sumergirse en el caos desde el minuto uno. Un viaje que se acerca a lo alucinógeno con persecuciones que dejan a Fast & Furious como carreras de los autos locos y un festival de disparos que, si se pudiera hacer un conteo, daría como resultado más balas disparadas que en una película de la Segunda Guerra Mundial. Casi se diría que Evans toma como base su propio proyecto de Gangs of London y lo hipervitamina hasta extremos que desafían la razón humana.
Estragos es un pues un delirio de género. La acción por la acción, machetazos porque sí, porque apetecen y una especie de batiburrillo de todos contra todos donde las intenciones y razones de cada personaje son un galimatías que se pierden en subtramas absurdas diseñadas con un único motivo: disparar más, matar más, meter más ruido y que haya sangre hasta en el logo de Netflix.
Reiteramos, puede que esto siga pareciendo algo muy pobre, muy alejado de lo que en nuestra cabeza debería ser una película bien orquestada. Pero la conclusión es que sí, que efectivamente hay una carencia de elementos básicos ante los que uno se pregunta dónde está el guión, dónde está la planificación y desarrollo, dónde esta la dirección de actores. Y la respuesta a todo ello es, “¡bah! nimiedades”, y también que, sin atisbo alguno de ironía, esto es cine en todas las mayúsculas posibles.
