En el momento mediático más intenso del anuncio de la compra de un bebé por parte de Ana Obregón, tuve la fortuna y el placer (no) de comer con personas con opiniones al respecto y sobre todo con miedo casi atávico al silencio. Entre las personas defensoras del derecho a la paternidad/maternidad si puedes pagarla, apenas importaba la parte moral o ética de haber cogido el semen de su hijo fallecido para tener una nieta que mantenga viva esa llama, pero sí importaba el deseo de la compradora, obviando también a la “vasija” más allá de la existencia de contrato o transacción para dar por bueno todo (sin apenas consideración de ella como ser humano).
Decían los “yupis” de Wall Street en los 80 que si algo es legal es ético, porque si no fuera ético, sería ilegal. Con el tiempo, el discurso parece haber ido un poco más allá de la legalidad (ya no importa si es legal si se puede pagar donde lo sea y luego lo traes aquí a sabiendas de que no puedes prohibir a un ser humano nacido que exista), o simplemente la ética y la empatía han pasado a tener sentido únicamente si quien sufre maneja dinero suficiente para transmitir su pena con razonamientos de tertuliano de televisión.
El sexto hijo, primer largometraje de Léopold Legrand, es una película que aborda la moralidad que queda tras el deseo de ser padres y madres, el dolor de no conseguirlo o no poder (y cómo nos enfrentamos a ello), la sensación de necesidad que confunde derecho con una exigencia, la ética y el derecho desde una perspectiva que parece compleja pero que termina siendo algo simple como lo es el propio tema sobre el que pretende reflexionar.
Porque, aunque la conversación sobre la “nietija” de Ana Obregón abarcase prácticamente una hora de descanso laboral para comer y se buscase trasladar el debate legal y ético hacia la “ausencia de daño” que supuso pagar a una persona para que te traiga un niño al mundo que te haga sentir mejor y tachar de tu lista de cosas que hacer lo que te toque, en última instancia las personas no se compran como si fuesen bienes de consumo, y un sistema en que los ricos pueden ofrecer incentivos financieros para que otros les traigan hijos con su carga genética y ególatra al mundo no da ninguna importancia ni al bienestar de la “vasija” ni a las necesidades del niño.
Eso, por supuesto, es algo que Legrand sabe desde primera instancia, pues hasta escoge personajes arquetípicos bien básicos. Por eso desarrolla su película como lo hace, dando toda la importancia posible al sistema judicial francés, incluso como parte de la relación cada vez más cercana entre la futura madre y la “madreseosa”. Incluso a pesar de empezar la historia con la oferta por parte de los verdaderos padres de dar a su futuro hijo a los deseosos no padres. Es decir, aceptando la premisa que muchas personas a favor de la gestación subrogada promulgan, mientras la rechaza al mismo tiempo a sabiendas de que es irreal: no existe ausencia de necesidad y menos si hay dinero de por medio, siempre hay intercambio y la cuestión va mucho más allá de si el hijo es o no de la persona embarazada, de si el niño vivirá mejor con otra familia o no (pues la película se centra más en una mezcla entre adopción y subrogación, al ser un hijo natural de la pareja inicial) o incluso aceptando esa transacción ligada al principio fundamental de la protección infantil.
En fin. Podríamos decir que Legrand no busca hacer ruido ni lo necesita. Sabe que el conflicto está ahí desde el primer minuto y no lo fuerza. Tampoco idealiza a nadie ni convierte el drama en espectáculo. Expone lo que hay: un cruce de necesidades, de desigualdades, de deseos mal gestionados. Acepta el dilema, pero no lo disfraza y sobre todo lo desarrolla para mantener constantemente el interés. Lo deja en su forma más incómoda: personas que quieren ser padres, personas que no pueden permitirse otro hijo, decisiones que no tienen vuelta atrás, y una justicia que ni juzga del todo ni repara gran cosa si existe un acuerdo tácito, un discurso emotivo, una amistad incipiente o hasta un contrato de por medio válido en otro país.
Y aunque El sexto hijo no busca sentencias, la verdad es que yo soy un señor opinador en los descansos laborales. La película muestra lo que pasa cuando el deseo se impone sobre la empatía, cuando el dinero pesa más que cualquier otro argumento y cuando ser madre (o no poder serlo) se convierte en moneda de cambio. Lo más inquietante es que todo parece perfectamente razonable… hasta que dejas de mirar solo a quien compra.