El sendero azul (Gabriel Mascaro)

Desde hace más o menos una década, uno de los subgéneros más explotados industrialmente en el cine ha sido el acuñado como ‹coming of age› —el históricamente conocido como ‹bildungsroman›—, historias de jóvenes que transitan a la edad adulta a través de una experiencia trascendental. Boyhood (Momentos de una vida), Moonlight, Aftersun o Lady Bird son los paradigmas más contemporáneos y usualmente citados en este renacimiento del género, una suerte de lavado de cara para las nuevas generaciones de cintas como El graduado, Los 400 golpes o Cuenta conmigo. Es por ello extraño constatar que una cinta protagonizada por una mujer de setenta y siete años se pueda etiquetar en este subgénero fílmico, más si cabe si su proceso se enmarca en un viaje físico y emocional por los sinuosos ríos del arcano Amazonas. Gabriel Mascaro firma El sendero azul, una pieza impresionante y majestuosa, magna en su sencillez y que supura libertad en cada una de sus evocadoras imágenes. Una de las revelaciones más sublimes del cine internacional de los últimos años.

En un futuro distópico, Brasil es dirigido por un gobierno totalitarista que, aunque nunca se nos muestren rostros o figuras que lo representen, siempre mantiene un halo de omnipresencia en los megáfonos que celebran sus políticas y supuestos avances sociales, siendo uno de estos el catalizador de la trama: todos los ancianos de más de 75 años deberán ingresar obligatoriamente en un retiro para su cuidado óptimo en consideración estatal por toda una vida de trabajo. Esta medida, aparentemente social y progresista, no oculta más que la intencionalidad gubernamental de aislar a los ancianos de la sociedad y alejarlos todo lo posible de los procesos productivos, subvirtiendo así su verdadero propósito y revistiendo la iniciativa de progresista. Por lo tanto, el guion establece desde un primer momento el conflicto de la narración en el fundamento de todo gobierno populista: la perpetración del poder económico a expensas de la igualdad y los derechos civiles. Tereza, una mujer de setenta y siete años, se niega rotundamente a resignarse a su destino y emprende un desesperado viaje huyendo de él.

Uno de los grandes aciertos de Mascaro respecto a su narrativa, es no dejarla caer en la pornomiseria fácil de las distopías, incluso dotando al viaje de la protagonista de un halo fabulesco hilvanado con un sutil realismo mágico que elude constantemente la tentación de crear un relato crepuscular. La colorida y profundamente evocadora fotografía de Guillermo Garza Morales, juntamente con la belleza natural de los parajes que Tereza —una maravillosa Denise Weinberg— recorrerá en su obligado exilio, descubrirán una geografía sensorial y poética que servirá de sendero para la emocionalidad de la protagonista. Las picarescas criaturas que irá encontrando formarán las teselas del bello mosaico que representará su viaje, esa obligada aventura final que por avatares de la vida le devolverá esa fuerza juvenil que la senectud parece extrañar tanto.

La semiótica del film se revelará pronto como inherentemente sudamericana, que, aunque pueda parecer estereotípicamente exótica, el tono fantasioso en que la cinta se ve imbuida anula completamente esta sensación para incidir más en lo maravilloso de sus símbolos. Los atardeceres amazónicos, las estridentes criaturas marinas, los neones del mundo nocturno clandestino… toda una estimulación colorimétrica impresionante que deja a un espectador acostumbrado a un tratamiento triste y paupérrimo del Tercer mundo anonadado por toda la alegría y celebración que todavía puede brotar de estas naciones. Si nos centramos mismamente en Brasil, al cinéfilo medio le vienen a la mente grandes cintas como la reciente Aún estoy aquí, Ciudad de Dios e incluso El pagador de promesas, obras impresionantemente depresivas sobre el estado brasileño.

La miseria que ha vivido el país históricamente no debería negar las cintas festivas y joviales, así como tampoco los festivales deberían hacerlo —acreditar especialmente a la Berlinale por galardonar a la cinta con el Gran Premio del Jurado—. Es por ello que Gabriel Mascaro poco tiene que envidiar a Walter Salles, Fernando Meirelles o Anselmo Duarte, postulándose sin vacile alguno como uno de los grandes autores brasileños contemporáneos. Toda una oda a todas aquellas personas que, sin importar la edad, se aventuran impertérritas en busca de su preciada libertad.

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