Historia de una ciudad
Lo más interesante de El idioma universal es el modo en que Matthew Rankin explora la relación que sus personajes mantienen con la ciudad en la que viven: el director, lejos de subordinar la urbe a las emociones de sus protagonistas, de convertir sus estructuras arquitectónicas en lienzos en blanco sobre los que sus criaturas puedan proyectar unos estados de ánimo que mutan con completa independencia de cuanto sucede en el espacio en el que se encuentran, decide invertir la habitual operación expresionista que rige la relación fílmica que establecen las personas con los lugares que habitan, y explorar el modo en que el entorno condiciona los cuerpos que en él se mueven. El realizador entiende la ciudad como archivo histórico y como mecanismo violento que modula las vidas de sus habitantes, pensamiento que le pone en relación directa con Radu Jude, posiblemente el cineasta que mejor y con más empeño ha explorado en la contemporaneidad el funcionamiento de los engranajes de la metrópoli. En el cine de Jude, la ciudad es el núcleo irradiador del descontento, la ansiedad y la rabia que definen el carácter de sus personajes, el caparazón en el que se encuentran cristalizadas las formas de explotación del capitalismo y el laberinto, enfermo y, al mismo tiempo, completamente vivo, que traslada dichas formas de explotación al ámbito privado de sus habitantes. En pocas palabras: no se puede entender a los protagonistas de Jude si se los aísla del espacio cerrado en el que dan vueltas sin parar hasta que se terminan hundiendo en la propia espiral de su desasosiego diario (No esperes demasiado del fin del mundo, 2023), o en el que caminan como espectros heridos incapaces de encontrar una palabra amable entre la agresiva cacofonía cotidiana que surge de la mezcla de los anuncios publicitarios que copan las calles, los pitidos de los vehículos que se arrastran por las carreteras y los gritos los transeúntes desesperados (Un polvo desafortunado o porno loco, 2021), o del que intentan huir sin mucho éxito movidos por un profundo sentimiento de culpa (Kontinental ’25, 2025).
Rankin, decíamos, comprende que es el espacio el que modifica las relaciones de los personajes y sus diferentes visiones del mundo y, por ello, comprime toda la carga discursiva de sus imágenes en las composiciones generales en las que refleja con ironía el vínculo totalitario que subordina los cuerpos de los actores a los cuerpos arquitectónicos entre los que corren sin parar. Los movimientos de dos hermanas que buscan desesperadamente unas gafas para una compañera de clase están en todo momento coaccionados por la intrincada disposición de unos edificios indistinguibles los unos de los otros, que el director filma como verdaderos puñetazos de cemento y ladrillos cuyo principal propósito no es otro que el de dificultar la vida en los espacios públicos. Las aceras desaparecen bajo una capa de hielo y nieve que nadie se esfuerza en quitar, los barrios reciben los nombres de los colores de los edificios que los componen y tanto el mobiliario urbano como los espacios comunitarios que invitan a establecer vínculos sociales con desconocidos —bancos en los que sentarse, fuentes para beber agua, parques, etc.— destacan por su ausencia.
Ciudad deshumanizada, triste, solitaria; ciudad que congela su propia esterilidad para ahuyentar a sus habitantes: ciudad privatizada en la que está prohibido deambular tranquilamente sin más finalidad que la de disfrutar del placer de la observación; ciudad supermercado en la que siempre hay alguien queriendo vender algo y en la que la generosidad desinteresada no produce sino extrañeza. Ese es el espacio que filma Rankin, el escenario teatral y teatralizado en cuya hiperbolización encuentra la semilla de un humor absurdo, a veces surrealista, que supone una verdadera bocanada de humanidad dentro de unas imágenes que retratan una soledad angustiante. La frontalidad de los planos generales en los que el director encuadra a sus personajes encerrados dentro de las líneas de las construcciones urbanas enfatiza su opacidad y hermetismo. La existencia, en El idioma universal, es un asunto individual que debe desarrollarse en la intimidad, sin contar con nadie y sin pensar en nadie más que en uno mismo. El plano de apertura de la cinta ya evidencia el carácter carcelario de los edificios y las dificultades a las que se enfrentan quienes los observan desde la distancia cuando intentan descifrar los flujos vitales que se mueven dentro de ellos. El estatismo y la asfixia que producen las composiciones geométricas encuentran su contrapunto cómico en los gestos encendidos y por momentos extravagantes —ese alumno disfrazado de Groucho Marx— de unos niños cuya traslúcida ingenuidad desnuda el irracionalismo del mundo de los adultos. En el rostro feliz y despreocupado de un alumno que quiere dedicarse a criar burros se encuentra la verdad que expone los intereses económicos y las frustraciones que rigen las relaciones de quien le debe educar, un profesor que cree que su oficio consiste en enseñar a reproducir los hábitos de la crueldad. Así, a través de un brillante ejercicio de extrañamiento, el director señala como abusivos y completamente ilógicos unos comportamientos que la rutina y la repetición convierten en naturales, lógicos y habituales —esos hombres que conversan completamente ajenos al dolor de un oficinista cuyos llantos funcionan como mera música de sala de espera— y, en el proceso, ofrece una serie de astracanadas en forma de viñeta de cómic que, pese a que en algunos momentos llegan a lastrar el ritmo de la película, demuestran una solvente ejecución cómica.