El hombre más afortunado de América (Samir Oliveros)

En la televisión todo es mentira. En la televisión todo es rascar un poco más de audiencia. En la televisión todo vale.

Ya pocos concursos televisivos destacan por reunir a toda una familia frente al televisor, las plataformas digitales y el consumismo de vídeos cortos han sepultado el negocio del siglo en el que el tiempo se paraba mientras alguien amontonaba dinero en un casillero virtual para, tras una pausa publicitaria que pagaba el sueldo de los responsables, salir victoriosos o perderlo todo en una mala jugada. Algunos hemos crecido con ello, a otros se lo han contado, pero todavía no queda desfasada la existencia de películas como El hombre más afortunado de América, porque tiene un poco de espectáculo, de ‹true crime› y de reflexión vanidosa sobre la doble cara del entretenimiento.

Paul Walter Hauser se mete en el papel de Michael Larson, un nombre que los productores del programa Press Your Luck seguramente tienen grabado a fuego y que marcó un antes y un después en los programas de este estilo. Al meterse en el papel vamos más allá de su aspecto, Hauser imita su voz y sus gestos con gran precisión para que Samir Oliveros pueda fantasear con lo que se cocinó hasta llegar a la ebullición tras las cámaras. El hombre más afortunado de América reproduce a partir de lo conocido (el programa número 188 emitido en horario de máxima audiencia donde Larson ganaba el mayor bote de la historia del programa) una posible sucesión de los hechos, añadiendo drama y tensión para convertir un acontecimiento en una película llena de montañas rusas.

El film nos invita a rodear el universo de un conductor del camión de los helados que decide participar en su concurso favorito. Desde un primer momento vivimos dos mundos enfrentados, el del hombre que quiere estar frente a las cámaras y el de los responsables del programa que buscan lucrarse de un personaje peculiar que puede quedar bien frente a esas cámaras. Todo está dicho: no se ofrece la oportunidad de cumplir sueños, se vende la posibilidad de alcanzar sueños imposibles si sigues en antena.

Lo que comienza como la “dramedia” de un hombre un tanto peculiar que quiere salir por la tele para que su mujer y su hija estén orgullosas, se transforma en un tenso vaivén de personajes intentando dilucidar tras las cámaras lo que está ocurriendo frente a ellas. Aquí aparece el reto, conseguir que el espectador conecte con la trama como si estuviese sentado un día tonto frente a la tele viendo un programa de entretenimiento, sin perder esa pizca de ilusión cinematográfica que nos ofrezca un misterio, un ‹background› y una crítica a la vampirización de las audiencias a costa de inocentes personajes con ilusiones básicas. Para ello se enarbola una multifacética versión del Michael Larson real donde enfatizar los datos conocidos e imaginar los vacíos a favor de la historia, algo válido para un único día de rodaje, pero no para desarrollar todo el potencial que un personaje de estas características puede ofrecer. Cierto que no es un documental, pero finalmente se nos ofrece un Larson con el que conformarnos, no uno para adorar u odiar tal como parecía querer vendernos tanto el film desde su título como la trama en la que se convierte esta situación indomable.

El reto se cumple a medias, porque realmente pasa en un suspiro y sabe introducir todos esos recovecos que enriquecen la sencilla formulación del juego que tienen entre manos, pero el conjunto no empasta como debería y hacia el final, entendiendo que queda anclado por lo que realmente ocurrió en el programa, el globo se desinfla con una resolución rápida sin tanto nervio como todo lo anterior. Los humanos no siempre somos tan emocionantes como nos pintan. Por otra parte, El hombre más afortunado de América habrá ganado si consigue que te pases el resto de la tarde investigando sobre el programa (lo podéis encontrar íntegro en San Internet) y sobre el futuro maltrecho de Larson, intentando encontrar en sus ojos ese movimiento a modo de patrón por la pantalla contando recuadros para pulsar en el momento adecuado y timar, sin consecuencias, a la gran mentira que siempre fue la televisión en abierto.

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