El otro día, haciendo zapping, vi que emitían en televisión Harry el ejecutor y justo me ennorté en una escena en la que el policía Harry Callahan le decía a su nueva ayudante, Kate Moore, que igual se estaba flipando un poco con el feminismo. Es verdad que se lo decía con la voz de Constantino Romero y con frases más elocuentes, pero, por sintetizar, eso fue más o menos lo que pasó hasta que apagué el televisor. No sé qué opinarían otros ojos que estuviesen viendo esa película al mismo tiempo que yo (o en otro momento), pero en mi cabeza apareció el personaje casi arquetípico que Clint Eastwood ha ido interpretando a lo largo de su carrera: ese justiciero cínico, hosco, políticamente incorrecto, que esconde tras su exterior pétreo un sentido de la justicia tan cuestionable como incorruptible. Un personaje que sabe que no encaja del todo con la moral dominante, pero que no pide disculpas por ello.
Reflexionando durante esos minutos de visionado, la cosa no fue a más… hasta que empecé a ver El ejecutor, la continuación de la celebrada Por encima de la ley (Veteran, 2015). Y no por la coincidencia en el título de ambas —detalle del que me di cuenta después—, sino por su visión entre cínica y desesperanzada de la sociedad. Ryoo Seung-wan retoma aquí a su detective estrella, Seo Do-cheol, para lanzarlo en una nueva investigación policial que arranca con humor físico, puñetazos bien coreografiados y situaciones de ligera tensión, pero que pronto se adentra en aguas más turbias. A diferencia de su predecesora, que jugaba con el tono de la comedia de acción casi autoparódica, esta secuela adopta una gravedad añadida y que crece exponencialmente, como si a medida que avanza el metraje se diera cuenta de que el mundo que retrata no admite ya bromas.
La película transcurre en una Corea del Sur moderna, aparentemente funcional, pero que —según lo que se nos muestra— está a punto de implosionar desde dentro. No tanto por grandes amenazas externas como por una violencia estructural que va desde las propias comisarías hasta los móviles de los ciudadanos entre ‹scroll› y ‹scroll›. Ryoo dirige su mirada hacia la desinformación, el sensacionalismo multimedia, el culto al espectáculo y la idea de justicia popular —de pueblo— y viral. El ejecutor que da título a esta segunda parte y al que los detectives persiguen se mueve en ese entorno de sobreinformación y sobrecarga mediática, donde los crímenes se retransmiten en directo como si fueran retos de TikTok, y donde la policía ya no solo compite contra el crimen, sino también contra los ‹likes› y ciertos concursos de popularidad que sustituyen a la ética o moral que se nos presupone.
Aun así, El ejecutor no pretende ofrecer una tesis social sobre su país o nuestras sociedades; no va con esa ambición. De hecho, su escepticismo puede parecer incluso vago: deja ver que algo está podrido, pero no sugiere salida alguna, ni soluciones ni verdaderos dilemas morales. Se diría que la crítica está ahí para dar sabor, pero el plato fuerte siguen siendo los mamporros, las persecuciones imposibles, las hostias como panes y las peleas de uno contra cinco en lugares oscuros, lluviosos y estrechos. Una película que parte de la comicidad física y la acción pura y dura para negar a sus personajes cualquier posible interioridad psicológica más allá de que la civilización sustentada en las redes sociales es una mentira endeble sobre un mar de barbarie y la justicia es un tema delicado. Y, sin embargo, es al mismo tiempo una película que funciona como un reloj durante sus dos horas de metraje. Principalmente porque consigue que ninguno de los personajes te interese lo más mínimo y porque prácticamente pone todas las cartas sobre la mesa para que te dejes llevar sin apenas mirar la hora.
Pero claro, su mayor acierto también puede ser su error: no hay apenas personajes memorables, ni espacio para el desarrollo emocional. Entiendo, por lo que Ryoo —director también de la primera parte y de The Berlin File— muestra, que Corea del Sur está actualmente cerca de ser una sociedad fallida, pero en su desarrollo no termina de ir a ninguna parte. Porque, tampoco pretende engañarnos: lo que de verdad quiere mostrar son los mamporros y las coreografías. Por eso siento que no hay mucho más que decir sin hablar demasiado de la trama: disfrutable y ¿alegre? historia simple repleta de persecuciones trepidantes y peleas infinitas y dolorosas. ¿Puede ser, sin embargo y al mismo tiempo, una irregular y reflexiva historia sobre la corrupción, la brutalidad policial y la justicia?
Recomiendo que cada espectador elija su propia aventura. La película destaca por su acción desbordante y porque te agota físicamente sin moverte del sofá. Que al mismo tiempo pueda ser vista como ridícula, pero consciente de su locura, igual es lo que la salve de la quema entre los espectadores que elijan la opción de no disfrutar de lo bueno que El ejecutor ofrece.
Y es que El ejecutor se siente, en cierto modo, como un ‹exploitation› contemporáneo del cine de acción coreano que pegó fuerte a principios de siglo: cada vez más básico a nivel argumental, pero aun así infalible entre sus fans. Una película que combina el músculo de The Raid (con mucha menos intensidad) con la desconfianza posmoderna de Network o Joker, pero sin perder nunca de vista que está, ante todo, rodada para entretener. Un poco como el bueno de Harry.