El efecto K. El montador de Stalin (Valentí Figueres)

Los jugueteos entre realidad y ficción han tenido siempre fecunda tradición en el ámbito cinematográfico. En ellos, la tensión existente entre mentira y verdad suele sustentarse en la trampa del formato, que casi siempre tomará  cuerpo de (falso) documental. Es decir, se busca fomentar el engaño partiendo de la presunción de veracidad derivada de su aparato expositivo (es el caso de Muerte de un presidente, El proyecto de la bruja de Blair o El juego de la guerra, entre muchos otros). La cinta de Valentí Figueres tiene más que ver, sin embargo, con ese ejercicio de fabulación retrospectiva y puro trampantojo histórico-narrativo que fue La verdadera historia del cine, de Peter Jackson, en tanto que consigue trazar una amplia (amplísima, en este caso, pues abarca casi cincuenta años) panorámica histórica y cultural del siglo XX partiendo de un personaje tan fascinante como… ficticio.  Su nombre: Maxine Stransky, figura que contiene en su seno las voces y experiencias de otras tantas figuras reales. La pregunta que cabría hacerse es: ¿con qué objetivo nace o existe este personaje?

Diría que hay un propósito doble, aunque su elaborado entramado narrativo admita varias posibilidades más. Por una parte, permite reflexionar no tanto sobre la memoria como sobre su uso y manipulación. La memoria histórica, cuya naturaleza es siempre colectiva, no tiene por qué ser estática e impermeable al cambio, aunque teóricamente lo sea. En este sentido entraría en juego una de las principales preocupaciones de su director, que es mostrar hasta qué punto la Historia puede ser objeto de tergiversación y simiente peligrosa para un futuro que crecerá, entre otras cosas, bajo el referente de esa realidad pretérita y distorsionada. Hay, expuesto en un final heroico y redentor, la necesidad de señalar nuestro compromiso con la verdadera Historia y con la gente que la hizo posible, que muchas veces también fue víctima de la misma y a la que luego, por diversas razones, se silenció miserablemente. La decadencia de la utopía comunista, en el caso que nos ocupa, supone un ejemplo rotundo de todo esto que decimos, en tanto que muestra cómo la nobleza de unos ideales se pervirtió ante el peso (seductor y opresor, según el caso) de la maquinaria del poder (los hijos de la revolución devorados por un padre tiránico llamado Stalin).

El segundo propósito, que en el fondo considero el principal, es el de dibujar, a través de un abundante material de archivo (fundamentalmente basado en películas caseras de distinta procedencia), algo así como el cuadro de horror, locura y muerte que fue nuestro planeta en su primera mitad del siglo XX. De este modo, a través de las folletinescas peripecias de Maxime Stransky el espectador podrá asistir a los principales acontecimientos históricos que sacudieron el globo en este periodo: la revolución rusa, la guerra civil española, la primera Guerra Mundial, la gestación de la bomba atómica, la Caza de Brujas de McCarthy, los gulags… Lo implausible del hecho de que una persona viviera todos estos acontecimientos hermana en cierto modo al personaje con otras criaturas de ficción a través de cuyos ojos se nos filtró la Historia, caso de Forrest Gump, aunque es cierto que la funcionalidad del personaje puede sentirse excesivamente restringida a este propósito: la forma en que termina siendo testigo activo de los momentos más peliagudos de su época a ratos es llamativa, especialmente cuando la conexión con esos hechos se finiquita a través de una mentira (o de una hipotética verdad) tal como ocurre en el crack del 29, que parece estar ahí más por ser cita ineludible de la Historia de aquellos años que por coherencia auténtica con la naturaleza del personaje.

Pese a ello, el reto es estimulante, y la mentira o el disfraz histórico contribuyen, a su modo, a embrujar de sombras o sugerencias atrevidas una vida (ficticia) ya de por sí interesante. E interesa, en gran medida, por constituir un nexo de unión con algunas de las principales figuras del siglo XX. Concretamente con una: el cineasta ruso Sergei Eisenstein, personaje capital de la película que representa, en todo momento, la antítesis de nuestro antihéroe Stransky, ya sea desde un punto de vista artístico (el cine-ojo vertoviano en contraposición al cine-dedo que practicaba Eisenstein) o ideológico (la amarga gloria del que siguió al líder sin cuestionarse el valor moral de su decisión en contraposición al ostracismo al que se vio relegado aquel que decidió dejar de obedecer ciegamente a su amo). Esta dualidad, que marcará el relato, permite también a Figueres llenar su cinta de cinefilia, en tanto que ambas figuras (una real, la otra sólo a medias) veían el mundo a través de una cámara de cine, y como tal lo interpretaban, mientras se deja constancia del peso de las vanguardias rusas en la gestación y evolución del medio.

El efecto K. habla, finalmente, de la mentira y del montaje como instrumento (metafórico y literal) de engaño y autoengaño. Como una versión menos atada a la realidad de Garbo, el espía, la película de Figueres cuestiona igualmente el sentido moral del actor-espía (todo actor no es un espía, pero todo espía es necesariamente un actor, tal es el caso de Stransky) y lo hace recurriendo a un montaje esencialmente poético, que en su construcción visual a ratos se asemeja a los retablos culteranos y netamente artificiosos de Peter Greenaway, mientras combina blanco y negro y color y diferentes texturas de imagen, creando una unidad visual envolvente y fantasmagórica, también un tanto extenuante (especialmente por basar toda su narrativa en la voz en off: hasta sus escasísimos diálogos tienen origen extradiegético), algo que rebaja el impacto emocional de la propuesta, a la que tal vez sobren unos pocos minutos.

En cualquier caso, es una cinta estimable e interesante, nacida sin vocación comercial pero sí con una evidente pasión por su material de estudio, pasión que Figueres logra transmitir al espectador en sus mejores momentos, aunque su envoltorio artístico (cuidadísimo en todos sus apartados) juegue a la larga en su contra, espesando su narrativa y convirtiendo la sensorialidad de su lenguaje en un arma de doble filo. Queda, eso sí, una idea visual preciosa para el recuerdo: las huellas en el suelo tras el bombardeo.

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