Radu Jude es uno de los cineastas actuales con el que no conviene bajar la guardia; capaz de articular algunas de las narrativas menos convencionales que se recuerden del panorama, con Dracula, su última película, ha detonado cualquier línea de especulación que el espectador pudiera hacer de su obra. Su póster no podría incitar más al error, cuando es la propia figura de Vlad Tepes la que ilustra la iconografía previa de la obra y bien pudiera hacer pensar al más despistado que se trata de una nueva adaptación del mito creado por Bram Stoker; aunque cabe reconocer que también es cierto que las raíces rumanas del mito nos pueden hacer pensar que Jude podría decantarse por una exploración localista de uno de los mayores símbolos para el folclore del terror moderno. Y, en efecto, a través de sus casi tres horas el director rumano nos propone una especie de revisión, en clave de comedia estrambótica, de la supervivencia de los mitos clásicos a través de una época actual repleta de unas vicisitudes a las que pone el dedo acusador; la globalización cibernética, las inteligencias artificiales o ese capitalismo abrasador que aquí focaliza, entre otros pretextos, en el turismo histórico que los países hacen acerca de sus antepasados (contra)culturales.

Por si no hubiera quedado claro, no estamos ante ninguna adaptación en clave de cine de terror del mítico vampiro, pero sí de una traslación apócrifa del mito a través de una estructura episódica en el que confluyen diferentes estilos, extravagantes sentidos cinematográficos e inmersiones narrativas de opuesto calado. Una manera de ver el cómo la figura de Drácula y su idiosincrasia han sido adaptadas al transcurrir de los tiempos y a la era moderna, donde Jude nos presenta a un cineasta frustrado incapaz de plasmar artísticamente su traslación del mito y del cómo hace uso de la celebérrima inteligencia artificial para salir del paso del bloqueo creativo; un segmento del relato en el que estas inteligencias cibernéticas nos son presentadas como un vacuo intento de creación en el que se muestran sus carencias, otorgando visiones enajenadas e iconoclastas de la figura cultural de la que se está dando cuenta, como una manera de poner sobre la mesa la saturación iconográfica de los ítems culturales en estos tiempos digitales. Además de eso, tenemos otras intrahistorias como la que un intérprete de Drácula para un espectáculo de turistas y su damisela que acaban siendo perseguidos por los propios espectadores como si de una caza de brujas del siglo XV se tratase, que sirve para comprobar el cómo el capitalismo instigador del siglo XXI ha ahogado los mitos hasta conseguir una pérdida total de identidad, dejándolos a merced de los nuevos lenguajes de la modernidad que incitan a fomentar versiones distorsionadas de su propia idiosincrasia.

A Radu Jude no se le quedan cortas las casi tres horas de duración para ofrecer un espectáculo estrafalario, anárquico en las narrativas que solicita para su exposición, y donde subraya la apropiación cultural de toda una carga iconográfica que queda lejos de la simbología del folclore subversivo bajo el que nació. El sarcasmo del cineasta no concede aquí límites y para ello mezcla sin rubor un sinfín de formatos; la narrativa convencional queda en ascuas bajo un torrente de estilo en el que veremos proyectadas secuencias compuestas por IA (sacando a relucir el vacuo empaque artístico de esta popular tecnología), escenas aisladas de comedia extravagante, así como una variedad tonal que origina un mensaje global de pesimismo, con un futuro en el que Jude nos pretende advertir de lo estéril del audiovisual que está por venir, capaz de subvertir los símbolos clásicos de la cultura para efectuar una revisión superficial y contaminada provocada por la falta de ingenio y creatividad. Una visión decadente en el que la voracidad artística da paso a una tergiversación provocada por la emulación vacua de fondo y forma, incapaz de originar una creación personal.
Dracula es, con toda probabilidad, la obra de Jude que más se siente expulsada a corazón abierto dentro de sus intenciones de discurso; lo demuestran su narración a golpe de ‹collage› visual, enardecida por su falta de vergüenza y su desprejuiciada predisposición al ridículo, así como su subtexto, creando en conjunto una de las visiones más pesimistas de la cinematografía actual en la que el director rumano proclama un aviso para navegantes en lo que se refiere al ámbito creativo de lo audiovisual. Además, alcanza cierto grado de sátira a nivel político y cultural, en este caso también de ámbito localista, que da aún más certeza al discurso; un mundo moderno y vampirizado capaz de coger un mito como el de Drácula y llevarlo a la extenuación iconográfica para solo dar fe de la inexistente conexión creativa de los nuevos lenguajes que se apoderan de nuestro entretenimiento.







