Disforia (Christopher Cartagena)

El enfoque es un camino de doble dirección y eso vale tanto como para el que realiza la película como para el espectador que la visiona. Disforia no es el único caso donde sucede algo como lo que desgranaremos a continuación, pero sirve quizás como uno de los ejemplos más paradigmáticos que uno recuerda en los últimos tiempos de este fenómeno. Y es que, como espectador, más allá de las expectativas previas (cualesquiera que estas fueran), uno tiene que empatizar de alguna manera no solo con el resultado final del producto, sino entender su contexto, su realidad en cuanto a capacidad artística pero también en cuanto intenciones, ideas y ‹background› detrás del resultado neto. O lo que es lo mismo, juzgar la obra de un director con filmografía extensa y recursos amplios con la misma severidad (o superficialidad, según se mire) que un debut como es este caso es no entender casi nada, o como mínimo no saber separar el grano de la paja.

Pero eso no excluye la responsabilidad del equipo técnico, claro está. Y es que el enfoque aquí se resume básicamente en el tono, en lo que se quiere narrar y en el cómo. Disforia, tanto en guión como en dirección, sufre un problema grave de sobrecarga de ideas. No hay duda que hay conocimiento del género, ganas de narrar una historia interesante e incluso darle capas de lectura a través de diversos subtextos subyacentes. Sin embargo se queda en eso, en una amalgama que va dando puntadas argumentales aquí y allá, y que por separado parecen ideas excelentes para varias películas pero que en conjunto se quedan en tierra de nadie. En cuanto a dirección, Chris Cartagena demuestra lo mismo; entiende de planos, de construcción de atmósfera, pero al mismo tiempo hay tantas ganas de mostrarse que se acaban por tomar decisiones incomprensibles, atropelladas incluso, que lejos de sorprender acaban reduciendo el todo a una serie de desatinos puntuados aquí y allá con momentos de factura, en incluso belleza, impecables. Todo ello nos lleva a finalizar la película con más preguntas que respuestas.

¿Film post-apocalíptico? ¿‹Home invasion›? ¿‹Psycho-thriller›? Todo esto en cuanto al género. En lo temático no sabemos si es un drama social, lectura incisiva sobre los peligros de la exhibición monetizada en internet y su peligro consecuente de deshumanización o bien una terrorífica lectura sobre las dificultades de la maternidad en tiempos de crisis. Las respuesta que nos da Disforia a todo ello es que es todo y nada a la vez. Y es una lástima, porque alguno de sus temas, especialmente el de la crisis apocalíptica, resulta interesante para película a parte para acabar difuminándose, primero como contexto y luego como algo absolutamente prescindible.

Las repercusiones se sienten inmediatamente en el metraje e incluso en las interpretaciones. A veces sobreactuados, a veces inexplicablemente pasivos y en conjunto, claro está, poco creíble. Uno acaba por no entender exactamente qué y, sobre todo, el por qué de lo que está pasando, y así parecen sentirlo incluso los miembros del reparto. Es como si todo se hubiera quedado en una idea general que funciona en papel pero cuya traslación a imágenes no acaba de funcionar nunca.

Pero como decíamos al principio, hay que tener en cuenta que estamos ante una ópera prima, un debut que arroja dudas, cierto, pero también certezas al respecto de la pasión y el empeño en la realización. En un guión dubitativo pero con ideas y lecturas más que certeras al respecto de los temas tratados y una dirección que a poco que se centre en tono y composición, demuestra que tiene ‹flow› y sentido del ritmo narrativo para hacer la obra interesante. Sí, puede que Disforia resulte fallida en su totalidad, pero no deja de ser una muestra de un cine de guerrilla que apuesta por una cierta subversión desde códigos arquetípicos de género y es por ello que aquí nos subimos en su barco.

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