Diamanti (Ferzan Özpetek)

En una escena de El sol del futuro, el personaje interpretado por Nanni Moretti le reprochaba a un joven director su forma de rodar un asesinato, la explicitud y el regodeo con los que filmaba una acción tan brutal; y, en última instancia, la estetización que hacía de la violencia. El veterano cineasta lamentaba la sistemática banalización que cierto tipo de cine hace de la violencia a través del modo en que la pone en escena. El problema —que no era nuevo en el cine de Moretti: al inicio de Caro diario hacía un apunte similar tras ver Henry: retrato de un asesino— no era, evidentemente, la introducción de un acontecimiento violento dentro de una narración, sino la forma en la que el director —que no creía que la imagen pudiese expresar nada más allá de la propia literalidad de las acciones que retrata— se enfrentaba a dicho acontecimiento, la postura moral que tomaba con respecto a él, optando por convertir el asesinato de un hombre en material sensacionalista, en un ‹shock› efectista destinado a epatar o, en el peor de los casos, hipnotizar a los espectadores. La conversión de las imágenes en un producto de consumo traía de la mano la conversión de todo cuanto acontece dentro de ellas en otro producto de consumo. Por ello, Moretti situaba de nuevo el «‹travelling› como cuestión moral» —aquella idea que enunció Godard, que cimentó Rivette y que terminó de desarrollar Daney—, en el primer término del encuadre, afirmando que la forma de acercarse a un acontecimiento expresa ineludiblemente la visión que el director tiene del mismo. En pocas palabras: un movimiento de cámara, o un corte de montaje, o la inserción de determinada pieza musical dentro de la narración no son gestos fílmicos vacíos, ni pueden operar con exclusividad en un plano estético o emocional.

En la propia imagen está inscrita una visión del mundo que la puebla; es decir, el discurso se encuentra en la puesta en escena —concepto conformado no sólo por las decisiones directa y eminentemente propositivas (qué sucede en pantalla) y las técnicas a partir de las que estas son expuestas (trabajo de cámara, luz, sonido, etc.), sino también de las omisiones, de lo que el cineasta deja fuera de la pantalla: tanto (y antagónico) peso tiene el fuera de campo de La zona de interés como el “olvido genuino” por parte de Spielberg del pasado nazi de un convencido Schindler en La lista de Schindler: en la primera, la decisión de no mostrar los campos de concentración por dentro funciona como un perfecto reflejo de la banalidad del mal; en la segunda, las supresiones de Spielberg responden a un propósito grotesco: blanquear a un empresario nazi y convertirlo en un héroe antifascista—. Una imagen puede verbalizar innumerables veces un propósito —la propia Lista de Schindler insiste en su intención de posicionarse del lado de las víctimas del Holocausto, aunque lo que termina haciendo es convertir su dolor en mercancía emocional al tiempo que transforma a uno de sus verdugos en un mártir—, pero son sus decisiones formales y narrativas las que, en última instancia, construyen su discurso y configuran su visión del mundo. 

En Diamanti, la nueva película de Ferzan Özpetek, se dan la mano tanto la banalización de la capacidad expresiva de la imagen —y de los elementos narrativos, históricos, discursivos que la conforman— que Moretti criticaba en El sol del futuro, como esa dislocación que surge entre la explicitud verbal a partir de la cual el director —a través de sus personajes— expresa una posición o una idea sobre una realidad concreta, y los verdaderos significados que desvela el modo en que pone en escena dicha realidad. Se podría decir, de hecho, que la totalidad de la estructura formal —y, por ello, discursiva— de la película nace de la intersección entre esas dos tensiones —la banalización y la dislocación—. Situada en la Italia de los años setenta, la cinta sigue a un grupo de mujeres que trabajan como costureras, diseñadoras y estilistas en una sastrería de lujo especializada en crear el vestuario de películas y obras de teatro protagonizadas por las estrellas de la época. Aunque, verdaderamente, la historia de todas esas mujeres no es sino una ficción, un guion que un famoso director ha escrito para cumplir su deseo de hacer una “película sobre mujeres”. Nunca llega a tenerse la certeza de si lo que se ve en pantalla es la representación imaginaria del libreto que el realizador y las actrices construyen para sí mismos durante los ensayos o si, por el contrario, constituye la propia obra ya terminada. 

Tampoco importa mucho, puesto que —y esa es la tesis central de la cinta— no hay nada en la vida que sea lo suficientemente importante como para detener la interminable coreografía caótica que Özpetek traza con la cámara; ni siquiera esa incógnita sobre el carácter real o ficticio de la narración. El cineasta, desde la escena inicial, desata un flujo de imágenes leves, carentes de cualquier densidad o profundidad, cuya función principal no es otra que contribuir con su presencia y su movimiento al movimiento general y constante de la película; movimiento que, huelga decirlo, no encuentra desembocadura discursiva alguna. ¿Hay, detrás de ese torrente de imágenes efímeras, un propósito, una urgencia, una necesidad de decir algo del mundo a través de ellas? No. Cada plano existe en un presente instantáneo, no dialoga con los que le anteceden ni produce ecos que resuenan en los que le suceden: se mueve sobre la superficialidad de la narración y se autoconsume a los pocos segundos —el ritmo externo impuesto por el director es vertiginoso— de situarse en la pantalla. La imagen sólo existe porque su ausencia interrumpiría el cauce, anémico e intrascendente, creado por Özpetek. Sólo la secuencia de apertura —que no dura mucho— está compuesta por más de veinte planos, y ninguno es capaz de indagar en la realidad que está sucediendo en pantalla, de decir algo más allá de lo evidente. 

Para el director, una escala concreta de plano, un movimiento de cámara, o un corte de montaje no tienen resonancias éticas; por ello, cuando el marido de una de las protagonistas —que la maltrata sistemáticamente— le pega un puñetazo, (Özpetek) sube los decibelios del sonido que surge del impacto del golpe; porque, para él, el ‹shock› que produce con ese subrayado auditivo no tiene reverberación ideológica alguna, sólo aumenta la turbación que la agresión produce en los espectadores. Sin embargo, con ese —en apariencia— pequeño gesto técnico, lo que hace es precisamente aquello que Moretti criticaba en El sol del futuro: convertir la violencia en un espectáculo amarillista; utilizar el cine no para reflexionar sobre sus causas y efectos, sino para asegurar que no tiene la suficiente importancia como para tomársela en serio y pensar en ella. Unos minutos después de esa escena infame, las compañeras de trabajo de la mujer maltratada gritan y se indignan cuando se enteran de lo sucedido, y le proponen que mate a su agresor. Después de envasar al vacío la violencia machista, de reducirla a un mero estallido visual y rechazar el dolor de la víctima, Özpetek asegura, a través de unos diálogos expositivos, que su película es un retrato de la sororidad femenina y una crítica del patriarcado, pero sus imágenes no dicen lo mismo: que filme con delectación las agresiones que sufre la mujer y, en cambio, su autodefensa suceda fuera de cámara, no habla muy bien del tipo de compromiso que establece con su personaje; que cierre esta subtrama a mitad de metraje de forma brusca, como si nada hubiese pasado, y que encima lo haga con un chascarrillo sin gracia alguna, no supone sino una enfatización de la misma idea de antes: tampoco era para tanto. Diamanti funciona en todo momento así: presentado problemáticas —abusos laborales y desprecio por parte de la jefa de la sastrería hacia sus trabajadoras, violencia machista, soledad, abusos policiales en las manifestaciones en favor de los derechos sociales— en las que no sólo no profundiza, sino que convierte en puro material argumental con el que rellenar metraje, en perchas sobre las que colgar sus imágenes vacías; al mismo tiempo que utiliza la palabra para asegurar un compromiso político que no encuentra traducción alguna en la narración. 

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