Desierto (Jonás Cuarón)

El camino hasta la frontera de los Estados Unidos se hace más largo para unos emigrantes ilegales mexicanos, con la intromisión de un cazador norteamericano dispuesto a terminar con todos ellos. El juego por la supervivencia ha comenzado.

Si fuéramos publicistas o profesionales del marketing, sería complicado vender una película como Desierto en esta década tan llena de grandes temas y culebrones. Porque no podemos hablar de una metáfora sobre ricos o pobres, poderosos u oprimidos. En este caso tampoco podemos echar mano de una figura tan socorrida en la actualidad como es el presidente electo de los USA, Donald Trump, algo que resulta tentador al tratarse de un film que, tal mandatario, podría disfrutar en la intimidad doméstica. De igual manera no podríamos venderlo como un producto de calidad histórica, una muestra evidente de esta tendencia es el reciente Assassin’s Creed casi como si se tratase de una adaptación de Shakespeare o de una novela histórica. Si hay una fórmula clara para definir el segundo largometraje de Jonás Cuarón es la del cine de acción, sumado a cierto aliento de aventuras clásicas. Una de tiros y personas a la fuga que luchan por su vida, perseguidos por unos enemigos implacables.

El relato episódico de ficción contemporáneo se reparte entre las sagas longevas y muchas series televisivas que dilatan al máximo una trama sencilla, centrada en malvados y héroes, quizás más atormentados que los de la cinematografía y televisión clásicas. Sin embargo existe otra tendencia reciente que recupera el espíritu de los programas semanales de un solo capítulo conclusivo. Programas como Historias para no dormir, Alfred Hitchcock presenta, The Twilight Zone y todos los formatos de historias cortas que revitalizaron esa forma de narrar en años posteriores. Mientras que los canales digitales lanzan ahora sus series en paquetes completos, desde los diez hasta más de veinte episodios, en el cine sí se admiten largometrajes que funcionarían mejor con una duración más reducida, pero que también son capaces de mantener la tensión aunque se basen en anécdotas mínimas. Dos de los ejemplos más redondos de hace años podría ser Buried (Enterrado) de Rodrigo Cortés. O la misma Gravity, coescrita por Jonás junto a su padre, Alfonso Cuarón. En cierto modo, la búsqueda de una supervivencia que parece imposible de alcanzar  con el transcurso de cada escena, es un factor que tiene en común aquella cinta de aventuras espaciales y esta otra de odisea terrenal. En ambos guiones se trata de lugares vastos y desolados que hay que atravesar para lograr la salvación. Pero en Gravity, la sensación de peligro que martirizaba a la protagonista en su naufragio sideral, tenía mucha más fuerza y amenaza que la persecución que sufre el grupo de supervivientes en Desierto. Quizás sea porque en la producción de 2013 éramos capaces de sentir esa carrera de obstáculos desde la butaca, prácticamente en la piel de la astronauta. Mientras que en el nuevo producto los avatares se presentan como en un videojuego, nivel tras nivel hasta la última pantalla. Otra diferencia fundamental es que el verdadero enemigo para Sandra Bullock era el espacio, un enemigo letal, inabarcable y despersonalizado. Aquí se infrautiliza la capacidad destructiva del desierto, incluso de un calor elevado que no parece frenar a los personajes. Y se toma la opción de un enemigo psicópata que no resulta, ni de lejos, tan amenazador a pesar de tener buena puntería con sus presas. Jeffrey Dean Morgan no resulta inquietante con su composición de un racista aseado e impoluto, que parece manejar un mando de joystick en lugar de disparar un rifle.

En el bando contrario sí destaca la energía, humanidad y matices que desprende Gael García Bernal con Moisés, nombre que tiene su gracia intencionada en esta travesía que le toca realizar. El actor mexicano, también coproductor, saca oro de un personaje cuyo rasgo dramático más profundo es el oso de peluche que lleva como regalo para el reencuentro con su hijo, al otro lado del río.

Pese a defectos de intensidad como la floja confrontación final entre los antagonistas, o esa forma de llevar la cámara al hombro mareante de alguna carrera, Desierto acierta en su determinación de ir al grano, de no andarse demasiado por las ramas con sentimentalismos, en no aburrir con subtramas, más teniendo en cuenta que, si cada página dialogada de un guión escrito equivale a un minuto de tiempo, calculando los que tiene el film, apenas da para cincuenta páginas de libreto. Algo insólito en esta época de aclaraciones y rodeos, que quizás se echen de menos en este caso concreto. El resultado es una obra con el desparpajo expositivo de los años ochenta, pero sin el salvavidas de las salas de sesión continua que serían su hogar natural.

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