Coraje (Ali Asgari)

Rodar cine iraní conlleva lidiar inevitablemente con la política. Un cine de urgencia que no puede escapar ni desviar la mirada hacia la indiferencia en una sociedad que se consume a golpe de imposición, lacerada por un estado de vigilancia y sospecha constantes en el que los derechos humanos, cultura y, especialmente la situación de la mujer, llevan años siendo horadados. Por ello, existe una gran cantidad de películas que tratan en la medida de lo posible de ser punta de lanza de denuncia de su situación, amortiguando unas circunstancias para muchos insostenibles, esquivando una implacable censura e intentando ser la voz de su abatido pueblo en cada festival internacional donde normalmente gozan de excelente acogida, quedando lamentablemente invisibilizadas intramuros. Un cine transgresor muchas veces realizado en el exilio, la clandestinidad, en zonas fronterizas o pasando a duras penas los filtros de la censura. Directores que sufren la espada de Damocles permanente de la represión de un gobierno centinela, bajo una reiterada supervisión, con la interceptación del pasaporte (el mismo Ali Asgari contó hace unas semanas en RRSS que por fin se le devuelve el pasaporte después de meses) para impedir la salida del país o la privación de la libertad con penas de prisión.

Jafar Panahi, Mohammad Rasoulof, Mostafa Aleahmad, o Saeed Roustaee han sufrido la coacción estatal iraní siendo condenados a prisión por distintas causas, acusados de desarrollar actuaciones contra la seguridad nacional, protestas antigubernamentales, denuncias de atrocidades, o proyectar películas en festivales. En muchos casos reteniendo el pasaporte para evitar acudir a éstos a recibir premios o paralizando su actividad profesional. Una situación alrededor de la cultura en general o el cine en particular en un país al borde del colapso, aplastado por un régimen que no deja de ser una dictadura asfixiante a la que, sin embargo, por más que apriete, le siguen saliendo “rebeldes” que se filtran por sus resquicios y que exportan al exterior las miserias de un país con las manos atadas.

Tal es el caso de Panahi, donde en su película Los osos no existen (2022) consigue burlar ese escudo “autoprotector” denunciando desde un pueblo cerca de la frontera los atropellos del país de los ayatolás en una película interpretada por él entre el documental y la ficción y que funciona perfectamente como vehículo de pensamiento pro libertad y derechos humanos. También hallamos la valiente película de Mohammad Rasoulof, Un hombre íntegro (2017), rodada al norte del país, que desata la ira gubernamental al poner en evidencia una sociedad injusta, que se desenvuelve entre sobornos, corrupción del poder y donde la honradez, integridad e independencia de una familia caen en saco roto engullidos por un modus operandi oscuro y corrompido en todos los estratos. Así como La vida de los demás (2020), en la que la pena de muerte vertebra las cuatro historias con un tono seco y estremecedor en algunos momentos que deja conmocionado. Director que terminaría encarcelado acusado de realizar cine contra el sistema.

Ali Asgari (1982) centra el foco de atención en la vulnerable situación de la mujer en Irán. Sus cortos anteriores —que después retoma y desarrolla largometrajes con la misma temática, siendo muy directos, minimalistas y eficaces—, tanto en la dirección (con Farnoosh Samadi de guionista), como en el guion, involucran el mayor espíritu de defensa de lo femenino en una sociedad transformada en la que la mujer ha ido perdiendo derechos en mayor medida que el hombre, sólo por el mero hecho de serlo.

Títulos como el corto More Than Two Hours (Bishtar az do saat, 2013) y su desarrollo posterior en Disappearance (Nadapid shodan, 2017) colocan encima de la mesa los obstáculos burocráticos y sanitarios de una chica que necesita atención en urgencias al sufrir daños en la vagina después de una relación sexual extramatrimonial con su pareja topándose con la demanda del permiso paterno para ser atendida mientras, dolorida y sin fuerzas, se desangra, con el consiguiente disgusto al no poder llamar a su familia por vergüenza y deshonor.

Lejos queda el cine más libre realizado en el período anterior a la Revolución Islámica de 1979, la cual trajo una restricción importante y censura, destinado éste a ser un instrumento ideológico, en el que el papel de la mujer sufriría un gran retroceso, siendo reducida a la mínima expresión y sometida al régimen islámico. Destacar la película Ballad of Tara (Tcherike-ye Tara, 1979), de Bahram Beizai, justo en la frontera que determinó una etapa muy diferente, sin libertad y donde la cultura sería intervenida. Tara, una mujer viuda con dos hijos, se presenta libre, con el pelo suelto y largo, muy bella, con carácter y capacidad de elección e independencia. La actriz y posterior directora Susan Taslimi, con una gran fuerza y presencia, se erigía en un rol de mujer a extinguir, anulado, siendo proscrita por el régimen iraní revolucionario, teniendo que abandonar el país permaneciendo sus películas prohibidas.

Y ya en relación a Until Tomorrow (Ta farda, 2022), reflejar que obtuvo varios premios, entre ellos la Palmera de oro a la mejor película, mejor director y mejor actriz en la Mostra de València. Cinema del Mediterrani del mismo año. Una coproducción de Irán, Francia y Qatar que también estuvo presente en la sección Panorama del Festival de Berlín que expone de forma sencilla, sin entrar en un drama exagerado, el periplo de una chica joven, que trabaja para una imprenta como puede, madre soltera con un bebé de dos meses en Teherán. Circunstancias vitales nada fáciles en ese país siendo mujer, con un hijo sin papeles por su situación y con el ocultamiento de la verdad a sus padres, habitantes de una zona rural. La repentina llamada avisando de la llegada de éstos en unas horas para visitar a un familiar ingresado en un hospital, hace tambalear la imagen de estudiante universitaria que ha construido para ellos.

En un tiempo récord debe deshacerse de su bebé por una noche y borrar toda huella suya en el piso que haga sospechar de su existencia por la deshonra familiar que causaría, unido a sanciones y retirada de custodia por su situación ilegal. No será fácil. Colocar los enormes paquetes de sus enseres en las diferentes puertas vecinales a las que llama no hará más que dar el pistoletazo de salida a una historia contrarreloj con paradas en la solidaridad de mujeres que se tienen como único y agónico apoyo ante una sociedad patriarcal excluyente; pero también el de aquellas que, temerosas de que cualquier irregularidad las perjudique, mirarán a otro lado conscientes de su indefensión. Feresteh —interpretada por Sadaf Asgari de forma muy veraz y contenida, que recuerda al cine japonés clásico—, con sus movimientos erráticos y vagabundeo va mostrando una a una las duras condiciones de ser mujer en Irán que, en otro país, constituirían detalles cotidianos sin importancia y aquí devienen en una angustiante demostración de supervivencia.

Aunque la película parezca un cúmulo de desgraciadas circunstancias una tras otra desde el inicio del día que podrían debilitar su credibilidad, el objetivo de Asgari es subrayar la especial vulnerabilidad de Feresteh, de sus vecinas que tienen que pedir permiso a sus maridos para cualquier decisión; de su amiga abogada, represaliada por el mero hecho de serlo; de no poder ir a un hotel a pasar la noche al no tener marido; de la preocupación de su mejor amiga que puede ser expulsada de la residencia universitaria si la ayuda; de la negativa de su ex pareja que le aconsejó abortar.

Feresteh es la voz silenciada de todas las mujeres de Irán. Representa y carga sobre sus espaldas con esta sencilla historia el terrible peso de la escasa participación femenina en la sociedad en cargos relevantes, la nula libertad sometida al varón, la imposición de la vestimenta, la tradición, la pérdida de derechos ganados antes de la Revolución y el sometimiento tristemente a esta república teocrática por su condición de género.

Si bien se aprecia un atisbo de modernidad en estas chicas universitarias de la capital, en la independencia económica, aunque precaria de la protagonista, en la enfermera con algo de responsabilidad del hospital, o en el peinado moderno y corto que se le intuye a su rebelde y valiente amiga, no dejan de ser un espejismo entre un desierto de represión habitual. Igual ocurre en la película El viajante (2016), de Asghar Farhadi, que insufla un soplo de aire con esa actividad cultural de la compañía de teatro que dirige un matrimonio, siendo ella actriz y liberal, aunque el contexto y consecuencias recuerden lo que se encuentra todavía enquistado.

Y en esa sensación de inmovilidad, estatismo y constante sensación en todo el metraje de nula progresión y resolución del conflicto se desenvuelve muy bien Asgari con una fotografía bastante aséptica, sobria y una puesta en escena casi imperceptible al inicio, que va evolucionando y tomando forma sin eclipsar conforme ese laberinto emocional, jurídico y social se va tornando más angosto y complicado para la protagonista. Desarrollada con planos secuencia que aumentan la veracidad y la sensación de tiempo real de las horas que transcurren, recurre a la cámara en mano y ‹travellings› en muchas ocasiones en que seguimos de cerca a la chica por fríos pasillos de distintos espacios donde espera buscar la respuesta que necesita. El director cierra los espacios y en ellos a las dos amigas en una tienda de peces donde trabaja su ex pareja Yaser, ahogados en el agua color azul de las numerosas peceras, así como en un ascensor, despacho cerrado con llave —donde asistimos a una escena muy turbia, con un cambio de plano muy significativo que baja el campo de visión—, ambulancia, el bebé ocultado en una bolsa de viaje o un callejón nocturno, donde la máxima expresión de su libertad radica en fumarse un cigarro a escondidas.

Viaje hacia la nada, vagabundear por un recorrido abrupto para volver al punto de partida, donde la película tiene su momento álgido en ese plano secuencia de cuatro minutos en el que la protagonista reflexiona en un taxi de vuelta a casa con una expresión y luz nocturna que emocionan, en el que no imaginamos hacia dónde se va a dirigir la historia y nos invade la misma incertidumbre y pesar del abandono, de una maternidad elegida en solitario que tiene sus consecuencias. Y un pasillo a la vuelta en ese humilde bloque donde vive que se hace largo, muy largo, y más cuando tienes que afrontar lo inevitable mientras se encienden y apagan las luces en el trayecto sumida en un estado de ansiedad. Respiración contenida que se vuelve intensa, como la que abre la película, mirada hacia la verdad y hacia cámara interpelándonos, buscando el coraje necesario para cambiar un trozo de mundo.

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