Caniba (Lucien Castaing-Taylor, Véréna Paravel)

Caniba puede parecer un accidente. Uno se ve, sin más introducción que un cartelón que explica su historia, atrapado en el ojo y la mejilla de Issei Sagawa. ¿Cómo se acaba aquí? La pareja de directores contó, al presentarla en Sitges en 2017, que originalmente iban a hacer un documental sobre Fukushima. Por vicisitudes, acaban conociendo a un productor de cine porno… y por algún motivo acaban frente a frente con el infame asesino caníbal Issei Sagawa.

Por accidente o por elección, la cámara encuadra de modo que difícilmente podemos ver en pantalla nada que no sea el ausente rostro de Issei Sagawa, durante una incómoda, repugnante y a la vez soporífera secuencia que ocupa buena parte del metraje del documental.

Documental… las pretensiones de la obra no quedan muy claras en ese sentido. La introducción a Issei Sagawa y el crimen que le convirtió en celebridad es con el mencionado cartelón, un recurso un poco pobre y que será demasiado abrupto para el que desconozca la historia, que viene a ser ésta: Issei Sagawa asesinó, descuartizó y devoró a la estudiante holandesa Renée Hartevelt, compañera suya en la Universidad de París, en la que él estudiaba literatura de vanguardismo. Pese a su intento de deshacerse de las partes del cuerpo que no devoró, fue apresado y juzgado como demente e idiota y recluido en una institución psiquiátrica de París. No pasó mucho tiempo hasta que le diagnosticaron erróneamente una enfermedad que iba a acabar con él en poco tiempo, por lo que fue sencillo para su padre, hombre con influencias, conseguir que le extraditaran a un centro psiquiátrico japonés. En Francia retiraron los cargos por su inminente muerte y en Japón fue liberado a los 34 meses, donde se convirtió en una celebridad que frecuentaba los platós de televisión. Porque no murió.

El documental nos lo muestra a día de hoy, con casi 70 años y evidentemente enfermo, siendo atendido por su hermano. No se nos cuenta cuál es su condición, pero Issei responde a muy pocas de las preguntas que le formula su cuidador y cuando lo hace es de manera críptica y lenta. El espectador no tendrá más fuente de información que esta asimétrica conversación, grabada de esta tortuosa manera que no da ningún descanso al ojo.

Aunque documenta, también se puede decir sin miedo que Caniba es más una obra de museo que un documental. Disfrutable para el que sepa gozar del shock de lo incómodo y también de lo grotesco, pues la película se reserva unos giros con imágenes explícitas. Y, como estamos en Japón, también tendremos un delirante apartado musical.

Issei Sagawa soñaba (quizá sigue soñando) con que alguien recogiera el suceso que le hizo famoso e hiciera de él una obra de arte (¿como ésta?). Él mismo lo intentó dibujando un manga que podremos ver en la película. La reacción del hermano mientras lo hojea es la que idealmente tendrá el espectador de Caniba. No cesa de repetir que es repugnante y que va a dejar de mirarlo… pero no lo hace.

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