La deriva cada vez más pronunciada de una situación como la migración ha ido calando en los últimos años paulatinamente en el cine europeo, que no ha dudado en reflejar y dar voz de muy distintas formas a dicha problemática. Ya desde cineastas de renombre como Ermano Olmi, Aki Kaurismäki o, más recientemente, Matteo Garrone, y a través de títulos como Mediterranea (Jonás Carpignano, 2015), Europa (Haider Rashid, 2021) o Anyhwere Anytime (Milad Tangshir, 2024) —que, precisamente, conecta de algún modo con la recién estrenada La historia de Souleymane—, ha adoptado un relieve distinto haciendo confluir, de un modo más pertinente que nunca, nuevas y distintas miradas.
Es precisamente Lojkine, el autor de la citada La historia de Souleymane, uno de esos cineastas que han otorgado cierta dimensión a una cuestión como esta. Es, de hecho, su debut tras las cámaras en el terreno de la ficción, Hope, la que asentaba las bases de un cine que ha recogido elogios y galardones por donde ha pasado desde el estreno de su último film en Un certain regard de Cannes el pasado año. Resulta obvio que, aunque dicha ópera prima recogía ya algunas de las inquietudes de su autor y empezaba a plasmarlas a través de un verismo que no descuida la faceta dramática, nos encontramos ante una pieza imperfecta, exenta todavía de la madurez que sí muestra su tercer largometraje.
Estamos, pues, ante una obra que por momentos se adhiere al ‹cinéma vérité›, bordea lo social sin llegar a instaurarse en sus preceptos y se aferra a algunas de las constantes del ‹noir›, especialmente en su tramo final. Lojkine no define, sin embargo, una línea clara en la que moverse: la crudeza e inclemencia del contexto conducen un film empeñado en surcar cada pasaje, cada escenario, dibujando una deshumanización patente. Los personajes que salen al paso de Hope, la protagonista, y Léonard, su acompañante, no buscan sino afianzar su dominio sin importar nada más. Los ‹ghettos› regentados por esos individuos son el reflejo e imagen de un periplo abocado a la más absoluta desazón: cada nuevo paso descubre una carencia de humanidad desde la que definir el universo presentado.
La historia de Souleymane continúa, en ese sentido, una línea discursiva donde el individualismo está ante todo: los distintos sujetos que salen al paso del protagonista apenas muestran un mínimo de empatía ya no con la situación que pueda estar viviendo, sino confrontando tesituras cuya cotidianeidad podría (y debería) arrojar una mayor consideración. Hope resulta más descarnada y cruel por el marco trazado, pero a fin de cuentas aquello que trasluce es una falta de solidaridad ‹en pos› del bien propio, de los intereses que distancian a quienes pueblan ese microcosmos de cualquier clase de rasgo afectivo. Un hecho que el cineasta galo siempre contrarresta introduciendo personajes con una visión más arraigada del asunto, no forzando un tono que fácilmente podría devenir un escaparate de miserias, pero sabe como equilibrar. Lojkine siempre encuentra un atisbo de cercanía con el que salpicar sus relatos.
Hope supone de este modo una primera toma de contacto con la ficción que ya anticipaba a un cineasta interesado en una narrativa que no lo supeditase todo a la socorrida carta del cine social; dotando así de una mayor capacidad expresiva a lo narrado, e implementando una mirada dispar, que se aleja de la homogeneización de determinadas temáticas. El film que nos ocupa funciona como una especie de bisagra de aquello que vendría después para su responsable. De hecho, su nuevo largometraje bien podría ser una extensión de lo expuesto en Hope, encontrando un contraste y continuidad en algunos de los personajes que se dan cita en ella.
Con el desequilibrio propio de una ópera prima, Hope sabe dotar del balance adecuado a su particular historia —que en los últimos años hemos visto descrita en títulos como la citada Mediterranea o Yo capitán—, compensando una serie de matices que resultan de lo más significativos al contraponer esa inclemencia de la que hablaba. Lojkine parece, al fin y al cabo, un cineasta con la suficiente perspectiva como para dotar de ese revestimiento terrenal, cercano, a crónicas que requieren, más que nunca, de un factor humano indispensable.

Larga vida a la nueva carne.