Bala perdida (Darren Aronofsky)

No es fácil imaginar a Darren Aronofsky conectando su altavoz y subiendo el volumen al máximo, abandonando su faceta más calculadora y cerebral, para dar forma a uno de esos ejercicios divertidos, con un punto gamberro —lo suficientemente punki como para hacer brotar ese espíritu más destructivo, pero no tanto como para olvidar los motivos, traumas y parafernalia del personaje—, y deliciosamente disfrutables. Pero suponemos que todo el mundo necesita echar una cana al aire de vez en cuando.

Y en esas estamos, con un ex-jugador de béisbol —cuya carrera se fue al traste debido a un accidente automovilístico que se llevó su pierna por delante, y a un amigo, de paso— que se verá metido en un “embolao” por culpa de su amigo punki —este sí, de verdad, ¡si hasta es ‹british› y todo!— en un asunto que implica a toda la mafia local habida y por haber. ¡Casi nada!

El cineasta presenta así un thriller con ramalazos de comedia negra donde no faltan ciertas dosis de crudeza (es Aronofsky, no íbamos a esperar que ahora se pusiera tierno), muertes y huidas tras malentendidos que siempre apuntan al mismo lugar: el pobre vecino del punki que, además, quedó a cargo de un gato mordedor («he’s a bitter» es, quizá, la frase más repetida por Austin Butler en toda la película).

Narrada con esa agilidad que nos permite saltar entre escenas y personajes estrafalarios como si nada —de hecho, podríamos estar ante una extensión del Lock & Stock de Guy Ritchie ambientada en el Lower East Side de Nueva York, aunque sin las piruetas narrativas y transiciones molonas del británico—, Bala perdida no desprecia un buen diálogo si este lo apresura todo, y no permite que su protagonista ande si este puede correr. No es que estemos ante una de esas propuestas que no dan tregua —y es que Aronofsky se las ingenia para llevársela a su terreno y dar un barniz muy propio a la historia de Hank, el protagonista—, pero sí lo suficientemente resuelta y enérgica como para a uno no le dé tiempo a pensar que los Idles es en realidad una banda de inicios del s. XXI cuando la cinta transcurre a finales de los 90. Pero aquí estamos a todo, claro.

Bala perdida se sumerge en el terreno de lo criminal, del ‹neo noir› si se quiere, con la presteza de aquel que sabe que no estará ahí mucho tiempo. Porque, al fin y al cabo, la cabra tira al monte y no es casual el desarrollo de ese arco dramático repleto de ‹flashbacks› del clásico punto de ruptura en la historia de Hank. En ellos, ese verde tan vivaz que brota del campo que rodea al coche de Hank se contrapone a los tonos grisáceos de las calles del barrio donde vive el protagonista. Como si de algún modo Aronofsky nos advirtiera que cuando los sueños se desvanecen, puede que lo pases regulín. Porque no hay nada como el quiebre del gran sueño americano para dar paso a la desesperanza y la mundanidad.

Pero el film de Aronofsky, más allá de cualquier atisbo de detalle, se aleja de la grandilocuencia para refugiarse en una ligereza que solo se desmorona entre proverbios judíos y visitas familiares inesperadas. Apuntes a pie de página no exentos de cierta jocosidad (quién iba a pensar que un ex-jugador de béisbol terminaría en casa de la madre de dos mafiosos ortodoxos un ‹sabbat›) que complementan una de esas inmersiones en el submundo criminal repleta de tipos excéntricos y peligrosos, armas de fuego y un esquivo sentido de la razón que nos hace disfrutar más que nunca del cine de uno de esos autores tan suyos, tan incorruptibles. Algo que molestará a los más puristas, que tildarán Bala perdida de obra menor a lo sumo, pero si no molesta a Darren y nos ahorra latazos como madre! o La ballena, a la par que nos sumerge en un pasarratos adictivo, divertido y alocado, bienvenido sea.

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