Aunque en los últimos años el cine de Alejandro Agresti ha transitado sendas, si bien no acomodaticias, cuanto menos más comunes —en especial desde su paso por Hollywood con aquella La casa del lago protagonizada por Keanu Reeves y Sandra Bullock—, basta con remontarse a décadas pretéritas (como los 80 y los 90) para toparse con el germen de un cine inconformista, en ocasiones militante —con aquella reivindicable joya titulada El amor es una mujer gorda— y siempre reflexivo. En este último aspecto es donde destaca una de sus obras más laureadas, El acto en cuestión, adaptación a la par de una novela escrita por el mismo cineasta argentino con apenas 19 años. Un talento prematuro que años más tarde vería la luz en forma de largometraje desde el que acoger uno de esos relatos que pocos artes podrían comprender mejor.
La historia arranca con una voz en ‹off› (constante, que irá acompañando la crónica con una idoneidad literaria) que anuncia el film, «dedicado a la memoria del recientemente desaparecido mago Miguel Quiroga». Pronto, como si formara parte del propio espejismo vinculado a la magia, se perciben atrayentes ideas visuales —como ese plano inicial, en el que un ligero ‹travelling› mostrará un nido de pájaros en la cabeza del mago—, así como una serie de recursos que recorren sus créditos iniciales; como esas elipsis espaciales que conectan la obra a una especie de tramoya, de artificio constante —aquello que es, en definitiva, el arte como el cine—, una representación que se concretará en la secuencia donde Quiroga ejecute por primera vez su truco, desvistiendo la escena y dejando ver los cimientos del edificio, como si de una reproducción de 13, Rue del Percebe se tratara, con el protagonista celebrando su hazaña. Aunque, como expone expone uno de los personajes que Quiroga encontrará en el camino, de poco sirva realizar trucos si uno no se gana al público.
Por ello cabe destacar la importancia de los recursos que maneja el porteño en El acto en cuestión: haciendo de la brillante puesta en escena uno de los elementos esenciales del film; dotando de un elegante blanco y negro a la fotografía que realza esa sensación de quimera que conecta con el delirio de un hombre que intenta que su truco no sea descubierto; rompiendo la pared a través del inteligente empleo de la voz en ‹off›; tejiendo la narración con diestros ‹travellings› que dotan de dinamismo y ritmo a la acción; e incluso dotando a la banda sonora de corte clásico una suerte de nostalgia, de añoranza, que nunca se instaura del todo en el relato. Pero no una falsa nostalgia, o hueca, de esas que abundaron durante la década de los 90, sino apegada al sentido de una crónica en la que hay espacio para todo. No hay en ello una intención de epatar, sino más bien de captar la evocación de aquel niño que contemplaba un mural en busca de distracción, de un espectáculo que lo abstrajera de la realidad.
La mirada que arrojan algunos de sus pasajes no implica ni mucho menos que estemos ante un film conformista o estéril. Y es que Agresti fomenta la reflexión en torno a todas y cada una de sus imágenes. Nada escapa a una mirada que, sin necesidad de resultar abrasiva, sí es afilada. Desde las relaciones que teje el arte (y, por ende, el cine) hasta la condición de un personaje central que incluso llega a ironizar sobre ella («Creen que van a encontrar en los libros algo que les cambie la vida» comenta Quiroga en un momento dado). Un genio, un farsante, o quizá sencillamente producto de la misma esencia que dispone cualquier rama del mal llamado “entretenimiento”, Quiroga es una creación que se hunde en la contradicción tan pronto como cree estar en disposición de manejar cada instante como si la farsa no fuera tal.
Agresti crea una vida como sólo el cine puede. El acto en cuestión es un acto de fe, porque nos empuja a creer en esa ilusión, a aferrarnos a ella al mismo tiempo que percibimos la naturaleza de un ser que también se muestra hosco, cínico —como cuando afirma frente a la bella Sylvie que cancelará una actuación simplemente porque puede— e incluso desesperanzado; un embaucador de poca monta que no atiende a las consecuencias, huyendo de ellas si es menester. Estamos, en definitiva, ante una obra que trasciende su propia idiosincrasia emergiendo como algo más de la fábula sobre un fabulador; una obra lúcida, aguda y capaz de expresar paradojas en una sola línea sin desvanecerse pese a ese carácter de anecdotario casi fortuito que recorre su narración. Porque, como el propio Quiroga dice, «La desaparición no es la joda, sino el olvido».

Larga vida a la nueva carne.