A Good Place (Katharina Huber)

La emergencia sanitaria, el apocalipsis, la destrucción material de la humanidad es una preocupación ficticia en el cine muy anterior a los últimos acontecimientos. Cierto es que ahora vivimos en la fase post-Covid, pero la idealización de un fin para Katharina Huber nació años antes, siendo A Good Place, su debut tras las cámaras, un mal conocido y plausible, pero totalmente atemporal.

Cámara estática, entorno rural y un puñado de personajes intrigantes son los estímulos definitivos de esta historia, donde una cuenta atrás que comparte los tiempos del futuro despegue de una nave espacial, marca el avance de A Good Place. Ese lugar idílico en medio de las montañas alemanas donde aparentemente nada ocurre ni avanza es un vertiginoso influjo de supervivencia y ganas de morir, donde los silencios se suelen rellenar con la señal que llega de radio en inglés, hablando de ese cohete que saldrá de la estratosfera en busca de una nueva oportunidad.

La directora no parece demasiado afín a lo que se considera un relato concreto, y a través de pinceladas va construyendo, a duras penas, varios frentes en los que narrar la hecatombe mundial y las preocupaciones narcisistas de sus protagonistas, no siempre bien recibidos, en un pequeño núcleo de habitantes. En el punto de mira un montón de gallinas, sospechosas y supervivientes, que parecen ser responsables del inicio del fin de este lugar. Huber es una enamorada de las naturalezas muertas y como tal nos las muestra en diferentes ocasiones para interponer una estética concreta que rompe con lo bucólico de la frondosidad que le rodea. Ya sean unas flores o un montón de huevos rotos envueltos de insectos, estos lienzos en ligero movimiento intentan explicarnos esta caótica situación dentro de una espesa calma chicha.

Margarita y Güte se convierten pronto en el núcleo de atención cuando observamos su relación entre ellas, sus movimientos en solitario, su forma de intermediar con el resto. No se busca en ningún momento esa camaradería en la que salir más fuertes de la situación, de hallar soluciones a algo incierto, por lo que se entiende una incomodidad por su presencia joven y fresca frente a los locales. Ellas manejan la materia prima y van sorteando esa especie de pesadumbre ambiental en la que, por omisión, vamos conociendo que la población desaparece. También vemos cómo alimentan una corrosiva proximidad al tipo que se encarga de quemar los muertos, una incómoda situación que las une y separa a un tiempo. Huber desea hablar de los males comunes de la sociedad sin tenerla presente en ningún momento. Decide alejar la cotidianidad de las urbes pero arrastra sus constantes a este tiempo muerto, bucólico en esencia pero depresivo y oscuro expresivamente, para condensar los miedos y las esperas en equívocos personajes, en parte ajenos a la empatía, en parte fascinados por ese lugar en el que recolectar recuerdos ajenos, objetos analógicos, frutos del bosque y pollos que huelen a enfermedad.

Expresivamente A Good Place es intrincada y somnolienta, pero se aferra al interés que generan sus imágenes, la forma teatral en la que se mueven por una misma escena los implicados, cuando la cámara apenas parece dispuesta a dominar el encuadre, permitiendo que vaguen, como zombis, a la espera de que, tras terminar la cuenta atrás, algo haya cambiado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *