François Ozon… a examen (VI)

Dentro del cine de François Ozon es fácil distinguir dos vertientes: la del Ozon juguetón y provocador (mezcla de extravagancia cómica, perversión de los géneros populares franceses y mordiente satírica) y la del Ozon de ánimo sobrio y melancólico, que es el que suele primar cuando aborda temas de gran trascendencia: el amor, el matrimonio, la pérdida. En territorio intermedio quedan aquellos títulos que absorben elementos de ambas vertientes y que por tanto resultan más difíciles de categorizar, que son precisamente los más logrados de su filmografía: En la casa, Joven y bonita, Cuando cae el otoño. El tiempo que queda podría incluirse entre sus títulos, digamos, graves, continuando la senda que había iniciado unos años antes con las superiores Bajo la arena y 5×2. Es decir, obras donde Ozon prescinde del humor cáustico y excéntrico que animaban Sitcom y Gotas de agua sobre piedras calientes para entroncar con una narrativa basada en la austeridad, la calma y la desnudez emocional. También es, probablemente, por temática y por la sinceridad de su ejecución, la película más dura que ha rodado nunca. Una crónica de los últimos días de alguien que aún está en la flor de la vida, obligado a hacer examen de conciencia, a repasar lo que tuvo y lo que queda, a aprender a decir adiós.

Sin embargo, la tremenda cuestión central que articula todo acaba pesando demasiado en los hombros de Ozon, haciéndole caer unas veces en lo obvio, otras pocas en ciertos excesos sentimentales, si bien el tono que prima es árido, tanto como el carácter de su protagonista, que ante la enfermedad que lo corroe se rebela como gato panza arriba, dañando a aquellos a los que quiere, incapaz de gestionar lo inevitable. Lo mejor, empero, está en los momentos de calma y ternura que el personaje comparte con su padre (la hermosa despedida en el coche) o con su abuela (una inmensa Jeanne Moreau, de voz rasgada inolvidable), así como en el examen vital que se ve forzado a afrontar, rastreando los lugares de la infancia en los que fue feliz, cribando lo esencial de lo accesorio, ganándose, en fin, una paz de espíritu dentro de una tormenta interior devastadora. Es una lástima que se imponga la sensación, a ratos, de que Ozon va sobre seguro, sabiendo que el simple impacto de su argumento es una fuerza con la que pueden vencerse fácilmente las defensas del espectador. Aunque peor es cuando decide arriesgar: honestamente, todo lo que concierne al personaje de Valeria Bruni Tedeschi no hay por donde cogerlo, por mucho que sea un placer verla siempre en pantalla.

El tiempo que queda es, por tanto, una película tan interesante como irregular: cruda y directa, pero con algún momento edulcorado; dolorosa en varios pasajes, pero también carente del misterio de Bajo la arena o de la punzante lucidez de 5×2. Se beneficia de una impresionante (y arriesgada) interpretación central de Melvil Poupaud, que luego repetiría con el director en Mi refugio y Gracias a Dios, y del talento de Ozon para filtrar ternura, desolación y melancolía en escenas de intimidad y recogimiento que quedan en la memoria, pero no está, al menos en opinión de quien esto escribe, entre los mayores logros del cineasta. Falta la complejidad y el retorcimiento narrativo de sus mejores películas, aquellas que, más allá de los fuegos de artificio de la provocación, sabían perturbar el ánimo del respetable y revelar con inteligencia aspectos oscuros de la experiencia humana. El tiempo que queda nos acerca a un precipicio al que da mucho miedo mirar, y lo hace de forma valiente y sincera, pero no descubre nada especialmente sorprendente por el camino. Lo que no quita que, como obra construida sobre los delicados y peligrosos cimientos de una enfermedad terminal, resulte en su mayor parte hermosa y veraz, con una clausura en la playa (ese perfil humano oscureciéndose conforme cae el ocaso) que está entre los cierres más bellos dentro de la filmografía del autor de Amantes criminales.

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