Vida privada (Rebecca Zlotowski)

El cine como juguete irrelevante

Vida privada deja en claro sus intenciones desde su propio título: lo que le interesa a Rebecca Zlotowski es construir un juego mental, un puzle psicológico que los espectadores deberán resolver al mismo tiempo que lo hace la protagonista. La narración se circunscribe únicamente dentro de los códigos de la intimidad del personaje o, mejor dicho, permanece subordinada a ella. El modelo de cine que propone y defiende la cineasta está claro: la imagen se asemeja al juguete y el relato se justifica a sí mismo debido a su carácter —pretendidamente— lúdico. Sin embargo, la noción de placer, de disfrute, que propone la cinta está inexorablemente ligada al escapismo. La narración es, en Vida privada, una fuga que aleja a la protagonista de la realidad. Siguiendo su lógica interna, la película constituye una (otra) fuga que permite a los espectadores evadirse de la realidad durante casi dos horas. Relato sobre relato, fuga sobre fuga.

Zlotowski rechaza taxativamente filmar la realidad y utiliza sus imágenes como objetos que ocupan la pantalla para que los acontecimientos del  mundo real no puedan hacerlo. Cada plano de la cinta tiene como intención última instalarse en un espacio para evitar que lo haga un modelo diferente de cine. Daney escribió que la función de las imágenes televisivas es ser sustituidas por otras de forma indefinida; es decir, crear un flujo visual continuo y constante que nunca lleva a nada y que convierte la realidad en combustible triturado del que se alimenta para seguir reproduciéndose. Lo mismo sucede en Vida privada, con la excepción de que, ya se ha dicho, la realidad no aparece aquí por ningún lado. Todo permanece resguardado dentro del salón íntimo de la protagonista, y los acontecimientos que allí se producen, al igual que los personajes que están en su centro, son puros clichés. 

Como Zlotowski sigue el manual de los relatos posmodernos, la fiabilidad y verosimilitud de las propias imágenes están en todo momento puestas en cuestión. Ya no se trata sólo de que estas desempeñen una función pasajera dentro de la narración, de que sean un cuerpo visual que expulsa a otro de un lugar concreto, sino de que, además, el ligero pretexto que las une ni siquiera puede ser tomado en serio. Las percepciones subjetivas de la protagonista articulan la narración y se ven alimentadas por pseudoterapias acientíficas —sesiones de hipnosis que le permiten ver “sus vidas pasadas”— que las subliman, restándole credibilidad en el proceso. La película presenta el hecho mismo de narrar como un acto individual e individualista que pone en escena los sueños, recuerdos (deformados) y fantasías —en todo momento abstraídos de cualquier contexto general— de un personaje para, posteriormente, utilizarlos como opio contra una realidad que dentro de la cinta no existe. Negación (de la realidad) sobre negación (de la posibilidad de filmarla).

Vida privada es, por tanto, un ejercicio de onanismo autocomplaciente que expresa su cinismo a través de una ironía descreída y de unos apuntes metacinematográficos con los que pretende deslegitimar cualquier intento de contar el mundo y de hacerlo desde una perspectiva crítica, puesto que, según su lógica, no se puede alcanzar un conocimiento objetivo ya que todo es un conjunto de relatos ficcionales que nada tienen de real. La referencia y el laberinto de espejos que no lleva a ningún lado son los principales recursos de estilo que utiliza la cineasta para rellenar los cien minutos de metraje. La tesis está clara: el cine y la ficción son juguetes con los que la aburrida protagonista se entretiene cuando no tiene nada que hacer y a los que no hay que prestarles la menor atención. Sin embargo, los espectadores, que —según la intención de la propia película— deberían seguir con fascinación al personaje durante su detectivesca actividad, la observan con recelo, dado que son conscientes de que en nada se parecen a ella, por mucho que Zlotowski la pretenda utilizar como imagen de deseo que produzca un efecto de identificación y como modelo de eso que los mercados llaman ‹target›. Y es que su intento de presentar la cotidianeidad burguesa de su adinerada protagonista como la cotidianeidad de la mayoría de los habitantes de París —ciudad en la que acontece la acción de la cinta— o de los espectadores que acuden a las salas a ver la cinta, no es más que una expresión de hegemonía, un intento de dominación simbólica revestido con el traje de una comedia desenfadada.

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