El extranjero (François Ozon)

«Mi calor, al menos, es mi única certeza» —Albert Camus, El extranjero

Durante la existencia humana, es usual evocar aquella terrorífica —o liberadora, según se mire— máxima de que el universo no es maligno ni benigno a nuestra existencia; simplemente es indiferente. En la gelidez de esa indiferencia habita también una forma de libertad: una emancipación vital, ajena a dioses y dogmas, un espacio perfecto donde aún cabe ese verbo olvidado que es “vivir”. En esta tierra virgen que sigue siendo el mundo, donde nosotros somos su significado y significante, su Dios particular, nuestro propio pedazo de tierra, todavía reverberan las grandes preguntas que asolan al hombre desde los albores del tiempo y de las cuales, indudablemente, nunca conseguiremos respuesta.

Albert Camus, en su celebérrimo ensayo El mito de Sísifo, tomaba el mito clásico del castigo divino de Sísifo para sembrar las bases de su filosofía existencialista: el absurdismo. Años después, presentaría la novela que hoy adapta François Ozon, El extranjero, cuyo protagonista, Meursault, materializaría su filosofía y la esculpiría en un hombre marmóreo, indiferente hacia la vida y la muerte, que vive en un eterno presente. Para ser uno de los grandes clásicos de la literatura gala, solo ha recibido una adaptación, dada la complejidad de la obra, de la mano de dos colosos como fueron Visconti y Mastroianni en 1967. Han debido pasar casi sesenta años para volver a ver a Meursault en pantalla, haciéndolo de la mano de uno de los directores más polivalentes del panorama europeo.

François Ozon, uno de los realizadores recurrentes del ciclo de festivales —y también uno de los más infravalorados—, se propone en esta ocasión plasmar en imágenes las palabras de Camus, y aunque su ardua empresa no resulte tan satisfactoria como sus mejores cintas, el francés impregna de absurdismo sus imágenes de manera sólida y óptima, como solo alguien tan talentoso como él podría lograr. El texto de Albert Camus es prácticamente inadaptable, dada la sobriedad y el minimalismo que rezuman sus páginas, pero no por ello el siempre versátil Ozon iba a dejar de expandir su variado corpus artístico, ahora reflejándose en uno de los tótems de la filosofía francesa.

Y es que, si alguien brilla en esta sólida cinta, es Ozon, cuyo coherente viraje esteta eleva la propuesta más allá de su narrativa minimalista. El realizador francés, muy asociado al cine narrativo, de guiones complejos que implican intelectualmente al espectador, adopta aquí un papel mucho más meditativo y sereno, más enfocado en una puesta en escena y composiciones atractivas plásticamente que narrativamente, configurando así uno de los grandes aciertos de la cinta. El relato aparentemente absurdo y casual, junto con un protagonista inmutable, se articula desde la primera escena como una de las grandes contrariedades para la propia película, pues inevitablemente ha de ser denso y farragoso, dada la condición minimalista de la novela.

Meursault resulta, pues, un ente prácticamente abstracto, un ‹flâneur› totalmente pasivo al que la vida le va sucediendo sin que se inmute. Es la aceptación total del absurdo de la vida: un hombre que no lucha contra su insignificancia y la acepta plenamente. Inevitablemente, el conflicto central de la trama se verá atenuado —por no decir anulado— por la actitud del protagonista, haciendo palidecer parte del metraje por los espesos silencios del personaje interpretado por Benjamin Voisin y la desdramatización de la imagen.

Ozon salva mucha parte del metraje del tedio gracias a su composición y a la sumamente bella fotografía en blanco y negro de Manuel Dacosse, director de fotografía habitual del realizador. Gracias a él, la ocupada Argel, donde se desarrolla la trama, se vivifica y se torna un personaje más: un ente que oprime al joven Meursault con su sol inquisidor y su colonialismo infecto. En cada una de las evocadoras imágenes de la ciudad, un enigma silencioso y ensordecedor recorre espectralmente sus calles y sus gentes; el mismo enigma en que se ve imbuido el protagonista, el mismo enigma al que el hombre se enfrenta toda una vida: ¿tiene la existencia un sentido o debemos crearlo nosotros?

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