
A través de la correlación entre lo tangible y lo irreal; la razón y, por así decirlo, la credulidad, Ventura Durall regresa a esa visión antropológica que ha ido desarrollando en su cine ya desde su debut en el terreno de la ficción con Las dos vidas de Andrés Rabadán. Si en el largometraje con el que daba sus primeros pasos tras las cámaras, establecía el modo de generar un diálogo y, por ende, un contraste, acerca de nuestro rolo como individuos en la sociedad y los distintos ejes que la constituyen, su acercamiento al terreno documental se siente de algún modo más observacional. No es que a través de la no ficción Durall no interceda ni mucho menos —el intencional montaje en El perdón o esa banda sonora incorporada en las notas finales de La nova escola lo desmienten—, pero sin embargo hay en su modo de mirar un componente más prístino de lo que pudiera parecer en un principio.
La contemplación de las conductas, de su relación con el medio pero, sobre todo, del modo de reaccionar ante los distintos estímulos, articula el cine del catalán en torno a una perspectiva donde nuestra naturaleza como seres humanos es aquello que otorga sentido a lo que nos rodea. De alguna forma, la relación indivisible (y, en ocasiones, imperceptible) entre el individuo y el medio es aquello que sirve para dar forma a un análisis que va más allá de lo puramente temático. No hay diferencia entre si la cámara de Durall se infiltra entre las paredes de un complejo penitenciario, entre los pasillos de un aula o a la intemperie, en un país lejano, entre coches desguazados y parajes áridos.

Es Primer estrat, una de sus piezas en corto, aquella que recoge con mayor claridad las herramientas del cine de su autor. El plano recoge ese mencionado carácter observacional, y tras una voz en ‹off› que nos sitúa adecuadamente en el contexto, Durall da paso a una serie de estampas donde cada interacción nos introduce paulatinamente en esa realidad. La cámara del cineasta se introduce entre pequeños fragmentos de cotidianeidad que van desgranando un presente y un futuro. La personalidad que ya va asomando en esos infantes que en breve abandonarán la guardería es captada con una desnudez que sirve para cuestionarse cuáles serán sus próximos pasos. Algo que sucede también, aunque en otro ámbito, en su posterior La nova escola, que parece surgir como una suerte de continuación espiritual del film que nos ocupa.
Los diálogos sobre cuál será su destino próximo, los abrazos de despedida, y las taquillas que quedan desprendidas de las fotos de los niños que las ocupaban, todo acompañado por una tenue y armoniosa melodías de fondo, no hace sino anticipar aquello que en el fondo da sentido al cine de su autor. Mientras una etapa termina dando paso a la siguiente, se elevan cuestiones importantes e imperantes que constituyen los cimientos de un cine que no se rinde ante lo obvio; y es que se extiende en su interior la posibilidad de interpelar al espectador de formas muy distintas, logrando que toda esa descripción partiendo de imágenes y testimonios, resulte en última instancia mucho más sugerente de lo que se podría presumir en un principio.


Larga vida a la nueva carne.





