El vértigo del porvenir, del arrepentimiento de descubrirse un día en el camino equivocado: en ese lugar familiar y extraño donde habita la ingobernable insatisfacción de lo irremediable. En su reconocimiento, Jay Kelly (2025) busca purgar el mito del camino al éxito, del sueño de la gran estrella hollywoodense que deshace su historia para revelarse en su soledad más absoluta, rodeado de logros y homenajes que no compensan los años en vano. Una historia ya contada que, desde la distancia y el tiempo, parece ligeramente incómoda o anticuada, pero que en su mera concepción universal no deja de trascender hacia emociones más cercanas, donde es posible localizar una verdad sabida e igualmente dolorosa.

En su misma piel, un dedicado George Clooney deconstruye su propia figura mediante un trabajo entregado a su cometido: verse a sí mismo e interrogarse ante la pantalla. La diferencia más notoria radica en su responsable, el director Noah Baumbach (Frances Ha, Historia de un matrimonio), quien propone un trabajo formal más sugerente en ideas de puesta en escena que en su apariencia estética; una que desgraciadamente absorbe ese filtro desalmado que regula el contenido de plataformas. Para deshacerse parcialmente del ‹egotrip› modélico y presumible, la película también se sirve de una serie de arquetipos enfrentados que amplían la cosmovisión de todo aquello que rodea a su protagonista, especialmente a través de los personajes de Adam Sandler y Laura Dern, que funcionan como mánagers desquiciados ante las peticiones y caprichos del actor condecorado, trazando su propio arco de aprendizaje y redención.
Alegóricamente, todo da comienzo desde sus entresijos, en esa tierra performática que es el ‹set› cinematográfico, en medio de un rodaje donde Jay Kelly interpreta su muerte. Este presagio de un final anunciado coge relevo en forma de un padre que ha desatendido a sus hijas, y que en el intento por recuperar el tiempo perdido, tomará las decisiones más precipitadas y ajenas al rol que sorpresivamente (nótese la ironía) le ha aparecido asignado. Sea o no entrañable, esta intención por reconectar repentinamente con algo recuerdan en tono a las historias de Preston Sturges, especialmente aquellas comedias con Joel McCrea, donde resulta inevitable pensar en la brillante inocencia clasista de Los viajes de Sullivan (1941) o el absurdo enredo de la (aún) más brillante Un marido rico (1942). De hecho, con esta última comparte el acierto de situar gran parte de la acción en el interior de un tren, que en este caso, funciona como metáfora sutil de ese viaje vital e incorregible que es la vida misma, repleta de interacciones fugaces y gente que viene y va.

Por contra, la película articula con pereza un conjunto de ‹flashbacks› mucho menos poderosos, suscribiendo una vida de grandeza y errores que se intercalan en las decisiones del presente del actor. Entretanto, es exclusivamente en su soledad donde realmente descubrimos su encrucijada ensimismada, cuando este, frente al espejo —otro recurso ligeramente manido—, repite su nombre junto al de Cary Grant, Gary Cooper o Robert de Niro, buscando un tipo de sonoridad que le incluya en el Monte Rushmore de la hombría cinéfila. Quizá sea mucho más determinante y evocador un gag recurrente alrededor de una tarta de queso, donde él expresa su rechazo pese a ser servida por contrato allí donde va. Este plato adquiere esa cualidad cómica, pero también funciona como objeto de su insatisfacción, recordando continuamente el sinsabor paradójico de esa vida de atención y lujos.
Bajo el amparo de una cierta superficialidad e inocencia, Jay Kelly parece una obra fuera de su tiempo, de una forma similar a como le sucede a su protagonista, en el aspecto que este tampoco logra alcanzar un presente que se le escapa. La película no llega a grandes conclusiones y no contagia el espíritu memorable que parece querer evidenciar, además, es de extrañar la falta de matices y riesgo por parte del director. Sin embargo, también es considerable un dispositivo formal que funciona con idea y vocación dramática, y un reparto entregado a la causa que enriquece un conjunto, si cabe, más o menos estimable. Pero no es hasta su última secuencia —donde sí rinde homenaje explícito al propio Sturges— que logra calar con fuerza, abrazando esa cualidad autoconsciente que remite al poder iluminador y maravillado del gran cine clásico.







