
En una ocasión, y si se me permite el símil futbolístico, Carlo Ancelotti, por aquel entonces entrenador del Real Madrid, habló acerca de dos tipos de defensores: el optimista y el pesimista, siendo este segundo aquel que tiene la capacidad de estar concentrado durante todo el partido completo, sin que se le escape ningún tipo de detalle. En este supuesto, podríamos encuadrar a Julia Ducournau precisamente en el primer grupo, y me explico. Ya desde su primer largometraje encontramos en la francesa a una cineasta capaz de desplegar concienzudamente una serie de elementos desde los que armar su cine: a través de ellos, Crudo tomaba cuerpo pero se permitía, a su vez, ceder ante una cierta propensión al descontrol, hecho que se repetiría y amplificaría de nuevo en su siguiente trabajo, Titane. Una serie de rasgos exacerbados daban forma de ese modo a un cine que de tan personal asombraba, en especial tratándose de sus dos primeros films, y que además concedían el espacio adecuado desde el que permitir fugas y/o pulsiones de lo más dispares. O, dicho de otro modo, el talento de Ducournau se antoja tan evidente que en ocasiones se permite salirse por la tangente, resultar estridente o tomar desvíos que no son los más cómodos ni los más fáciles —incluso las veces por resultar obvios—. Algo de ello encontramos en su nuevo trabajo, una Alpha que condensa ese gesto desmedido del que se ha hablado no poco, filtrado desde los lazos consanguíneos y comprendido en una epopeya que tiene tanto de catártico como de emocional.

El sonido, en este aspecto, continúa siendo parte esencial del trabajo de la cineasta francesa: su diseño delimita de nuevo un universo que en ocasiones se extiende de la forma más sensorial posible. Lo real e irreal se funden para otorgar sentido a una suerte de odisea donde el componente familiar se eleva a un nuevo estrato. Si Ducournau ya había mostrado su interés en torno a las relaciones familiares y sus dinámicas, en Alpha estas son las encargadas de guiar y fragmentar el relato. La relación entre Alpha, su madre y su tío Amin asienta las bases de una obra que bascula entre presente y pasado en una búsqueda que se aposenta consecuentemente en un terreno dramático; y lo logra, en parte, mediante un (des)medido —por aquello de que la autora de Titane tiende a bascular la obra sobre los cimientos del melodrama— mecanismo sonoro que halla en la banda sonora uno de sus pilares. Así, y si en Crudo los distintos temas musicales que aparecían servían para resaltar lo iniciático, y en Titane ejercían, en parte, un efecto liberador, en Alpha nos remiten en no pocas ocasiones a esa mencionada catarsis anexa a lo familiar.

El poderoso apartado visual a cargo del belga Ruben Impens —una habitual de Ducournau y de otros cineastas como Van Groeningen que había dejado pinceladas de su talento en films como la reciente Animale— es capaz no solo de reconfigurar los lindes de la obra, sino además de componer un mundo que se abre ante nuestra mirada y se expande a través de la paleta cromática, distiende asimismo la relación entre lo fantástico y lo dramático. La correlación entre ambos resulta evidente, pero de tan vaporosa que fluye con una finura inusitada. E incluso cuando se producen los momentos de mayor contraste, esos donde se acentúa el drama o se persona una violencia subyacente ante la anómala situación vivida, no se advierten rupturas tonales que desequilibren el conjunto o desvíen el foco de la cineasta francesa.
Su contexto no marca, pues, aquello que define Alpha. Cierto es que puede resultar obvio hallar paralelismos y advertir metáforas desde las que trazar una cierta radiografía social, pero en el fondo lo que concreta el nuevo trabajo de Ducournau no es sino la descripción de aquello que nos hace vulnerables, que despierta nuestros miedos y por ende fomenta una intolerancia que se combate desde el amor al prójimo. Puesto que quizá sus tres personajes centrales choquen en ocasiones, pero ante todo se desliza una sensación de refugio, de comprensión, de apacible intimidad.

Alpha consigue así trascender a sus escenarios y construcciones en una proclamación de lo afectivo. El cine de su autora continúa dando pasos en torno a una culminación que comprende que sus imágenes no deben solo germinar, sino también madurar; y en ese aspecto estamos ante un film que deja reposar sus secuencias, e incluso las dilata si con ello llega a la raíz de sus personajes. Puede que, como comentaba al inicio, estemos ante una cineasta que tiende al impulso, que concibe cierta estridencia como parte indisociable de su obra, pero ante todo cada vez más consciente del poder que atesoran todas y cada una de sus imágenes. La importancia reside, pues, en el detalle, pero también en una humanidad cada vez más apegada a sus personajes, que despliegan en cada gesto, por leve que sea, una naturaleza efímera que los hace más inolvidables si cabe.

Larga vida a la nueva carne.





