Amor en Oslo (Dag Johan Haugerud)

En un año más bien bajo cualitativamente para el cine internacional, la industria noruega cosecha éxitos sin cesar en un circuito de festivales marcado por triunfos del país nórdico. Emilie Blichfeldt, Joachim Trier o Halfdan Ullmann Tøndel han sido protagonistas de los circuitos de festivales esta temporada, pero si alguien ha destacado especialmente ha sido Dag Johan Haugerud, quien ganara el codiciado Oso de Oro el pasado febrero con Sueños en Oslo, tercera y última parte de la trilogía Sex, Love, Dreams. Pese a tristemente no haber tenido distribución en salas, Filmin distribuye ahora en exclusiva la segunda entrega Amor en Oslo, que estuvo presente en la Sección Oficial de la Biennale de Venecia en 2024.

Dag Jojhan Haugerud, siguiendo la estela naturalista que ha ido desprendiendo durante su escueta filmografía, firma ahora un drama íntimo y realista sobre las mundanas vicisitudes de esta vida, muy alejadas de las grandes cuestiones filosóficas, poniendo el foco en lo aparentemente nimio de la existencia humana moderna. Y es que el cine del noruego es un cine de ética y estética “rohmerianas”, que aguanta muy bien las comparaciones con el maestro francés —que no es poco decir—, y se suma a aquellos maravillosos autores como Linklater, Sang-soo o Mouret que consiguen capturar la poesía de lo mundano a través del diálogo y no de la acción. Los paralelismos temáticos con cintas como El rayo verde y sus extraños personajes son evidentes, pues al igual que la quisquillosa Delphine, en su tristeza infinita buscan compartir soledades con otros humanos igual de perdidos que ellos. Igual que este concepto, Mouret o Linklater lo llevan al terreno erótico-romántico, Haugerud le añade cierta capa existencialista, cierta profundidad humana que solo una cámara estática pero impasible puede extraer de unos personajes perfectamente delineados, que a partir del diálogo encuentran —o creen encontrar— las pocas certezas que esta vida concede. Con una puesta en escena coherentemente minimalista, que no va mucho más allá del plano-contraplano y el plano conjunto, los personajes reciben un espacio sin dramatizar para expresar de forma natural e íntima sus cavilaciones, sin entrometimientos autorales o artificios que intenten potenciar vanamente el dramatismo de las escenas, el cual surge de manera orgánica de las precisas actuaciones del reparto, destacando especialmente a Andrea Bræin Hovig.

Las dos tramas principales, interconectadas entre sí, poseen una sensibilidad naturalista ciertamente inusitada en un panorama cargado de tramas hipervitaminadas, arquetípicas y algorítmicas, las cuales intentan negar la mirada contemplativa para reemplazarla. Es por ello que la reflexividad pausada de Haugerud, tan bella como necesaria, reverbera junto con la de otros grandes autores nórdicos como los geniales Kaurismäki, Kuosmanen o Trier. Aunque es cierto que comparte muchas de las virtudes de estos autores, también comparte uno de sus defectos comunes, y es que la desdramatización naturalista suele tender a la repetición y al tedio, como sucede en buena parte de la cinta. Muchas de las largas e interesantes conversaciones terminan divagando en exceso y siendo desmesuradas en su duración, sobresaturando así al espectador con su —por momentos errática— basculación temática, maquillada acertadamente por la formal, destacando especialmente la acogedora fotografía de Cecilie Semec y su sinuosa cámara, así como la sensorialidad de ciertas imágenes del paisaje urbano. Haugerud confecciona, pues, un íntimo y maravilloso ejercicio de estilo “rohmeriano” para el descubrimiento de su necesaria autoría a ojos de la cinefilia internacional.

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