Último robo en Berlín podría inscribirse en esta “moda”, por decirlo de alguna manera, de secuelas que absolutamente nadie espera. Sin embargo, nada parece más lejos de ello viendo la propuesta que nos ofrece Thomas Arslan. Estamos lejos de esas segundas partes innecesarias, impersonales, recaudatorias. Aquí entramos en un territorio continuista respecto a su predecesora, In the Shadow, pero que de alguna forma, más que “continuar” una historia ofrece un epílogo sentimental, casi romántico, del asunto criminal. No, no se trata de romantizarlo, se trata más bien de añadir matices que acaban de construir perfiles, de enfatizar el hecho de que una vida criminal, solitaria y desconfiada tiene tanto que ver con la profesionalidad como con la tristeza.
Si en la primera parte asistíamos a un ‹neo-noir› frío y metódico, muy “melvilliano”, en este Último robo en Berlín se da paso, sin dejar de lado esa metodología, a un retrato más emocional, a una descripción de un personaje asentado en un sistema, un carácter y un honor, por así decirlo, que se ha quedado anclado en el tiempo. El protagonista, Trojan, parece funcionar como la imagen del cuadro que quieren robar, bello, perenne, estático pero al mismo tiempo sobrepasado por un mundo que se ha movido y un sistema de valores que se ha derrumbado a su alrededor. Por ello, el robo del título sirve como enganche, como disparador de lo que realmente importa en el film, la búsqueda de una conexión, de una humanidad perdida.
En este sentido, y a pesar de su distancia de cámara y de lo grisáceo de su tonalidad, se pueden rastrear aquí y allá tonos más cálidos, aunque sea un tono de luz discreto o una de diálogo sutil. Hay una necesidad no tanto de ejecutar el plan maestro y obtener los pingües beneficios como de sentirse vivo a través de ello. Como si el robo fuera otra forma de acceder a una interacción de proximidad, más humana, más física, más real.
Y en el camino, por supuesto, aparece igual que en la primera parte su contrapartida, una confrontación con lo que viene a ser el espejo amoral del protagonista. Su lucha, aunque también, no es tanto de dos enfoques al respecto de una misma profesión, sino más bien contra todo aquello que Trojan no quiere convertirse, el no confundir la frialdad con la crueldad, la soledad con la misantropía, la profesionalidad con la falta de ética.
Sí, en este planteamiento hay mucho del cine Michael Mann, especialmente de Heat, de hecho algunas de las escenas e incluso el conflicto principal entre los opuestos se parecen. Lo fundamental es que Arslan consigue mantener su propia personalidad, haciendo que lo que es un homenaje sentido no acabe siendo una copia sino un punto referencial que asienta el tono y el mensaje. De hecho Arslan no cede ante posibles tentaciones de impacto depurando la obra más y más hasta extremos, por momentos, de desnudez visual y narrativa. ¿El resultado? Una obra seca y áspera, pero que consigue tener alma, calidez humana y, lo más importante, lo hace a través del viaje, de la construcción y no desde una imposición artificial.
