Emmanuel Mouret… a examen (III)

Si la figura de Mouret no ha sido puesta bajo el foco de cierta atención mediática hasta hace poco menos de una década es por una razón —sospecho— harto sencilla: su tozudez cultivando el que sea, quizás, el género más difícil y menos agradecido, la comedia (ocurre con muchos otros, acaso menos brillantes, pero igualmente desbordantes de inventiva e ingenio, como Peretjatko o Cavestany). No habría otra explicación aparente a su repentina aparición en escena, que habría que datar, si somos generosos, en 2018 con la fantástica Lady J, y si somos realistas en 2020, con la más brillante aún Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait). Que sus comedias sean ahora menos ligeras e incorporen un mayor componente dramático debería apuntalar esta hipótesis.

El Mouret que estrena Tres amigas (Trois amies, 2024) no está tan lejos del cineasta que debutó en el formato largo ahora hace justo un cuarto de siglo. Si bien sus construcciones visuales son en la actualidad mucho más sofisticadas y el galo demuestra un mayor dominio del encuadre y del montaje interno, la esencia “mouretiana” (es decir, alumbrar y observar las sinrazones del deseo amoroso) ya se situaba en primer plano como conflicto primario de su primera película Laissons Lucie faire! (2000), así como en el mediometraje Promène-toi donc tout nu! realizado un año antes. Es cierto que sus primeras obras desprendían una ligereza que el cineasta ha ido sacrificando en ‹pos› de un realismo más afectado, y que la comedia, sin desaparecer, ha cedido parte de su protagonismo al drama. Es cierto también que el Mouret actor y personaje de los orígenes (una mezcla entrañable entre la bufonería de Jerry Lewis y el iluso romántico de Woody Allen) parece haber pasado a mejor vida, pero interesa rastrear los inicios del cineasta para comprender la evolución de sus imágenes y las nuevas relaciones de sus personajes con el mundo que los rodea.

Laissons Lucie faire! es un pequeño divertimento veraniego (desde su título en francés, cuyo juego de palabras invoca al mismísimo diablo) que empieza a poner en valor dos de las grandes cualidades del Mouret cineasta: el ‹timing› cómico/dramático y la dirección de actores/actrices. En el centro de su diégesis amorosa dispone a una joven pareja, Lucie y Lucien, que dudarán ambos de la solidez de su relación cuando aparezcan terceras personas en sus sueños o en su cotidianidad. Ella, una encantadora vendedora de bikinis en la playa marsellesa; él, un torpe e ingenuo aspirante a policía que termina ejerciendo de agente secreto para el gobierno francés. Marie Gillain está simplemente deliciosa y muy divertida en su rol de Lucie, demostrando una vis cómica que prácticamente ningún otro cineasta ha conseguido con ella y cuya carrera posterior se ha centrado casi en su totalidad en trabajos de calado dramático. El Mouret actor —veremos en obras posteriores que insiste en dar vida a personajes bobalicones e ilusos— es también un dechado de gestos y tics hilarantes, que se verán intensificados ante las proposiciones sensuales de Dolores Chaplin (sí, nieta del mismísimo Charles Spencer).

A partir de aquí, uno puede imaginar que se suceden los equívocos amorosos, y que empeoran con el nuevo trabajo secreto del protagonista. Ahí radica uno de los pocos problemas de la cinta (que glorifica al mismo tiempo al Mouret actual, cineasta preciso como pocos, tanto desde la escritura del guion literario como del técnico): introduce subtramas, como la del agente secreto, que apenas evolucionan ni tienen impacto en el arco argumental, y que parecen más el relleno de un principiante que se está divirtiendo que de un cineasta ya hecho y derecho. Una menudencia, en todo caso, de un debut verdaderamente refrescante y placentero, que supone una oportunidad única para estudiar la evolución de uno de los cineastas más agudos y en forma de la actualidad.

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