«¡Patria o muerte!»
Capitolio vs. Capitolio es un documental de género fluido que bascula entre la comedia y la película de terror sobre los divertidos y dantescos acontecimientos del 6 de enero del 2021, cuando una masa enfurecida de gorritas rojas con trajes estrafalarios y enaltecida por un tal Donald Trump, asaltaron el capitolio yanqui mientras se elegía dentro a otro tipo como nuevo mandatario entre acusaciones de fraude tan consistentes como la defensa del Betis. Desde entonces los fraudes electorales son ‹trending topic› cada vez que es necesario corregir lo acontecido en las urnas y la idea de “asalto” ha sido llevada con gran éxito de público y crítica a Brasil.
Javier Horcajada observa el asalto desde un punto de vista crítico y caricaturesco y lo mezcla hasta hacerlo indivisible el uno del otro. Para ello no necesita más que usar el material que los propios implicados grabaron con sus móviles, dándole todo un aire bufonesco a la vez que la mirada que se desprende es despiadada con estos mismos participantes. De la idea se desprenden dos observaciones obvias: sí, el montaje no es inocente en ningún momento y es potenciado la más dantesca de las estupideces humanas. Por otro lado, lo asemeja a cineastas como Basilio Martín Patino y obras capitales como Canciones para después de una guerra (1976) en la idea de elegir el material grabado para utilizarlo como arma política arrojadiza contra los propios creadores de dichas imágenes, por mucho que el fallecido director madrileño hilara mucho más fino y jugara mucho más con esta idea.
Pero son esas imágenes —y el significado que tienen para quienes las graban en ese momento, en contraste con su verdadero sentido, o al menos para el espectador posterior — lo que hace que esta disonancia haga funcionar al documental durante la mayor parte del metraje. Y digo “la mayor parte” porque las escenas con pintorescos personajes que parecen salidos de producciones italoexploitation son aderezadas con fragmentos de un documental sobre el funcionamiento de la democracia de los años 50. La idea es clara. Y funciona, al menos al principio. Tenemos el barullo de la masa acercándose al capitolio, soltando consignas de borrachos, vaciando de sentido y contenido palabras como libertad o democracia, con determinados movimientos dentro de lo que se conoce como MAGA —Make America blablablabla— como los antivacunas o los fanáticos religiosos a sus anchas, el caos, las tortas con la poli, etc. Y de pronto pasamos a un documental en blanco y negro, con un ritmo diferente, explicativo y paternalista, hablando sobre nobles conceptos. El contraste está ahí, funciona, pero pronto la idea queda demasiado clara como para estirarlo más, y cada vez que volvemos al pequeño Tomy o como diablos se llame en su aprendizaje de la ley y el orden, uno pide a gritos que le devuelvan a la escena anterior, con el colgado de turno gritando que son pacíficos mientras rompe cristales y que si hay disturbios son porque los “antifas” están infiltrados. Claro que sí, guapi.
Del sin fin de personajes y situaciones absurdas, yo personalmente me quedo con el puertorriqueño y el rumano que se encuentran y consiguen hacerse entender en un español decente. Ambos se justifican clamando que el comunismo es malo; el rumano vivió muchos años bajo el yugo soviético y no quiere eso para USA. El puertorriqueño le anima, le enciende aún más. Acaba gritando «Patria o muerte», el grito por excelencia de Fidel y del castrismo cubano, y el rumano anticomunista le imita extasiado. Suele ser muy comentado el hecho de cierta apropiación de símbolos que les deberían ser adversos, por decirlo suavemente, como cuando hacen desfiles con las fuerzas armadas usando canciones antibélicas tipo Fortunate Son de la Creedence, y todos —o el resto— a su alrededor lo perciben como el orgullo de la ignorancia más supina, tan tenebroso como gracioso en el fondo.
Porque este y otros tantos movimientos parecen actuar igual. Y creo que en parte es su fortaleza, porque mientras se le grite lo idiotas que son, más se reforzará su idea de que ese es el único camino. Es como si el rebaño, una vez guiado por los intelectuales —hace apenas tres lustros de Ocuppy Wall Street y similiares—, o peor, guiados por los profes universitarios contra las élites económicas, ahora son dirigidos por las élites económicas contra los profesores universitarios, tal vez la bestia negra de la mayoría de los “trumpistas”. En esta mezcla de resentimiento, de sentirse ignorados durante tanto tiempo, de ser los perdedores de la globalización —porque, spoiler, lo son—, uno de los motores y forma de revelarse contra todo eso, y el “trumpismo” lo explota. El documental no se detiene en esto, en radiografiarlos, y creo que hubiera sido una gran oportunidad. Porque últimamente no dejo de pensar que todos los personajes de un cineasta como Hal Hartley o, para entendernos, los personajes de clase trabajadora que hemos visto durante tantísimo tiempo en el cine, ahora votarían a Trump.
Más que nada porque reírnos de la estupidez, de la ignorancia, de la imbecilidad que desprenden los personajes del documental nos coloca en una posición cómoda. Ojo, cómoda y segura: podemos horrorizarnos mientras nos reímos de ellos viendo el documental a carcajadas, porque cuando salgamos de la sala oscura del cine los zombies seguirán apoderándose de la ciudad, tal es el sentir de la mayoría opuesta al nacional populismo que parece que gana terreno.
Evidentemente el documental no va por ahí ni falta que le hace, son 63 minutitos. Tampoco descartemos que yo mezcle churras con merinas como los asaltantes del documental gritan impropios contra Facebook o Elon —las vuelta que da la vida, amigo— por robar la democracia.
No he visto el anterior documental de Horcajada, From My Cold Dead Hands (2024), sobre la proliferación de las armas de fuego en Estados Unidos a través de fragmentos de vídeos de YouTube o grabaciones caseras de los propios defensores de llevar un AR-15 para comprar el pan —“¡El arma más popular en tiroteos masivos escolares, ahora a mitad de precio!”—, pero, más allá de tener un trailer divertidísimo, todo indica que vuelve a insistir en las mismas ideas y formas, con una duración también breve: 64 minutos.
Dicho esto, y más allá de este vómito de ideas, contemplo con cierto temor esa pulsión por reírnos de lo que se suele llamar “basura blanca”: los pirados antivacunas —“la Game Boy te controla si te pones una dosis”—, los anticomunistas —“en Venezuela hicieron lo mismo”—, los fanáticos religiosos y, sobre todo, los grandes perdedores de la globalización. Muchos de ellos, dicho sea de paso, sin estudios universitarios —a diferencia de los de Occupy Wall Street, que sí estaban llenos de estudiantes—.
Quizá todo esto haga de este documental un refugio placentero.
O eso queremos creer.