En tiempos de violencia fascista, institucional y sistémica desatada —cuando Israel bombardea indiscriminadamente Gaza con la complicidad pasiva de gran parte del mundo occidental, y mientras en Estados Unidos vemos cómo policías y militares se dedican a atacar civiles en ciudades como Los Ángeles o a raptar ilegalmente a personas teóricamente migrantes— la producción irlandesa Baltimore (2023), dirigida por la dupla Christine Molloy y Joe Lawlor, se presenta como una película sobre la radicalización de una mujer británica de clase alta, Rose Dugdale, que en la vida real abrazó la lucha armada del IRA en los años 70. En esa vida real en la que se basa la película existió un presente convulso que llegó a sus aparentes límites con el famoso Domingo Sangriento de 1972, cuando soldados británicos dispararon a 26 personas desarmadas durante una marcha de protesta en Irlanda del Norte matando a 14. Estos hechos sirvieron para empujar definitivamente a una persona ya entonces comprometida en abandonar el privilegio a tomar partido por el IRA como parte activa del grupo. Entre los hechos reales a lo que ocurre en la película, por lo que he podido leer, hay bastantes diferencias creativas. Seguramente eso influya en el hecho de que Baltimore sea menos una postura política y más un retrato estilizado y a menudo evasivo de los hechos que nos cuenta, donde el conflicto ideológico es desplazado por una contención estética que bordea lo aséptico y donde importa bastante más la descripción de su protagonista, interpretada por la actriz Imogen Poots.
En Baltimore seguimos durante diferentes etapas de su vida a Imogen Poots/Dugdale, la mente pensante del entonces más importante robo de cuadros de la historia en el Reino Unido (porque fuera del Reino Unido ya sabemos que el mayor robo lo ha cometido el propio Reino Unido), todos ellos disponibles en una mansión irlandesa. Al tiempo que tiene lugar el crimen que Dugdale y sus colegas llevaron a cabo en nombre del IRA, somos testigos, a través de una narración fragmentaria y no lineal, del pasado burgués de Rose, sus vínculos sentimentales, las razones de su radicalización, su militancia incipiente y el crimen mismo, sin pararse demasiado en ninguna de esas “eras”. El montaje evita las explicaciones directas y omite los grandes momentos dramáticos, apostando en su lugar por la sugestión: largas miradas, silencios, y una fotografía oscura que encierra a Rose en interiores fríos, incluso cuando está en campo abierto, y a menudo bajo la mirada de pinturas protagonizadas por señoras y sus sirvientas (destacando Una dama escribe una carta con su sirvienta de Johannes Vermeer).
En este sentido, la película se esfuerza por ser una obra de cámara, aunque en absoluto teatral (gracias a las actuaciones de sus actores), un retrato íntimo, psicológico, más que una crónica política, aunque lo sea a fuerza de la realidad que está contando. Este es, seguramente, uno de los tics del cine actual: convertir en hitos del individualismo lo que surgió en la realidad desde lo colectivo. Pero, en fin, la verdad es que ese minimalismo funciona bastante bien en general, aunque resulte mucho más fresco en sus primeros actos, porque, aunque Baltimore no caiga en la glorificación simplista de la violencia revolucionaria, tampoco parece querer criticar los actos o los pensamientos que hay detrás de los protagonistas, decayendo en la medida en que lo que cuente es más complejo. Si a eso sumamos que la película se centra en Dugdale, no sé si considerar un acierto o un error que no se enfrente a las preguntas más complejas que plantea, quizás por ser respuestas obvias: en cualquier caso, hay un interés mayor que el dedicado a ello en saber: ¿qué lleva a una mujer como Rose Dugdale a dinamitar literalmente su mundo? ¿Qué papel juegan la educación, la familia, la clase, el amor, el colonialismo, o incluso el ego en sus decisiones? ¿Qué significa ese salto del feminismo inicial al IRA sin apenas desarrollo? Molloy y Lawlor dan el contexto y luego nos dejan los vacíos para rellenar nosotros cual examen de la Escuela Oficial de Idiomas. O, bueno, si no estuviésemos en estos momentos en plenos exámenes de idiomas para hacer el símil, como si esto fuera una propuesta narrativa consciente.
La verdadera realidad es que el presente convulso mostrado de soslayo en la pantalla puede verse reflejado en el contexto actual, y con él la explicación de una posible radicalización. O no, y es algo que solo he visto yo desde mi sesgo, saturado de imágenes que resaltan la impunidad de los Estados. En ese marco, Baltimore podría haber servido como una puerta de entrada a discutir la legitimidad o inevitabilidad de ciertos actos de violencia política, o incluso de si la resistencia pacífica por parte de la población es la única forma de resistencia válida. Pero al centrarse en la superficie emocional de Rose Dugdale sin situarla en un conflicto concreto más allá del arte y su persona, la película pierde ligeramente su potencial discurso político.
Da la sensación, también por cosas que he leído por aquí y allá, de que Baltimore tiene un tono marcadamente británico, lo cual puede parecer anecdótico, pero no. En su retrato de Dugdale, los realizadores priorizan la alienación personal sobre el imperialismo y la estética sobre el contexto. A diferencia de otras películas que se sitúan en un contexto similar, aquí Irlanda es menos un lugar que una atmósfera. No hay apenas voces irlandesas que desafíen o enriquezcan la mirada de la protagonista, a pesar de convivir con dos durante al menos una hora.
Pero tampoco quiero que parezca que la película no está bien; en realidad me da la sensación de que me estoy centrando en hablar de algo concreto y no de la película en sí. Por eso, resumiendo porque me he alargado un poco, diré que: la dirección es precisa, la banda sonora inquietante, y la actuación de Poots eleva y complementa lo que el guion a veces se niega a articular. Hay momentos de verdadera tensión moral, como cuando Rose se enfrenta a sus víctimas, o cuando contempla los cuadros robados con una mezcla de devoción e ironía, y los personajes se llaman camarada constantemente, mostrando su odio al capitalismo con frecuencia, dejando claro que son unos “rogelios” de cuidado. Pero hablando en serio, también hay algo valiente en no convertir a la protagonista en heroína ni en villana y en querer ver en el lugar actual donde se expone Una dama escribe una carta con su sirvienta una victoria personal o de grupo. En ese espacio ambiguo, Baltimore al menos plantea que la radicalización personal no siempre responde a grandes épicas, sino a cuestiones íntimas que el sistema no puede o quiere evitar.