Hay películas que entran en el espectador por los ojos, otras por la mente y las hay que hasta por el oído. Lo que no es tan normal, aunque también haya, son esas películas que entran por los ojos y salen por el oído. El diluvio no llegará pertenece a esta última categoría. La película del director lituano Marat Sargsyan no se presenta como una narración convencional sobre la guerra, sino como una experiencia sensorial e intelectual que intenta llegar a los intestinos lentamente a través del sonido: voces interiores, discursos huecos, ruidos ambientales y discusiones que aglutinan lo que debe ser un mundo al borde del colapso, actual y al mismo tiempo fuera del tiempo.
En el centro del relato, un viejo coronel con “valores” que es llamado de nuevo a servir en medio de una guerra civil que estalla de forma repentina en su propio país. O eso intuimos, porque en realidad es lo de menos. Sargsyan decide que, lo que podría haber sido el punto de partida para un drama bélico clásico, se convierta aquí en algo muy diferente: un viaje introspectivo, casi litúrgico, en el que la violencia está en su plenitud (mostrada o no), y cuyo peso psicológico lo impregna todo.
La estructura de la película, que puede echar para atrás a más de uno, rehúye los giros argumentales, la narración clásica o el clímax previsible, al existir de forma extraña. Es, sobre todo, una serie de escenas contenidas y al mismo tiempo explosivas, difíciles de ver por su sinsentido, pero siempre compuestas con cierta precisión estética, donde nadie se salva de ser un ser despreciable de principio a fin, ni siquiera los que creen que tienen moralidad. Personalmente, esta renuncia deliberada a una narrativa clara me ha llevado por momentos a cierta desconexión, pero instantes como las dos primeras escenas de la película y alguna otra como la de los prisioneros “cocinando” hacen también una suma de las partes, en un espacio de ambigüedad donde la película abre la puerta al libre albedrío argumental y crítico, aunque el propio título de la película suene a lamento. El diluvio, símbolo tradicional de purificación o castigo divino, “no llegará” porque ya ha pasado, y haya dejado tras de sí solo desolación. No hay espacio para la redención, solo para la repetición.
He ahí lo singular de una película ya de por sí particular. La guerra, en El diluvio no llegará, no es un espectáculo. Es un fenómeno espiritual, un espejo deformante donde las ideas de patria, deber y justicia se descomponen hasta volverse irreconocibles. El coronel no actúa, apenas interviene: observa, escucha, soporta. Su figura, silenciosa y resignada, evoca al hombre derrotado que ya ha perdido todas las guerras posibles, incluida la interior.
La dimensión teológica de la película es, en este sentido, inevitable; más bien buscada. La idea de un dios distorsionado por la persistencia del mal protagoniza buena parte de la película. En ella no hay sitio para la esperanza y, en lugar de sentido, hay rutina. Puede que por eso Sargsyan dé una nueva dimensión a las imágenes de militares y mercenarios aburridos y encantados de ejercer el mal a través del sonido. Este no solo acompaña a las imágenes, sino que impone su propio ritmo y significado. Hay momentos en los que la imagen parece secundaria frente a la voz en ‹off› reflexiva, una voz que no explica, sino que cavila; que no describe hechos, sino estados de ánimo. Este uso del sonido como núcleo expresivo convierte la película en una especie de poema audiovisual desordenado y sin rima.
Es difícil no pensar en Andrei Tarkovsky al contemplar la forma en que Sargsyan construye o narra ciertas escenas. Hay ecos claros en la duración de los planos, en la forma en que el tiempo se estira, en los personajes que se mueven con una mezcla de solemnidad y agotamiento. Sin embargo, donde Tarkovsky buscaba trascendencia, Sargsyan encuentra nihilismo. En su mundo, la fe ha sido reemplazada por la disciplina vacía de contenido, la contemplación por el ruido de fondo de un sistema que sigue funcionando aunque ya nadie crea en él. Tampoco es que con esta comparación intente elevar la película a su mismo nivel, pero sí situarla en una tradición de cine que no se conforma con representar, sino que aspira a pensar desde las imágenes, a considerar el cine un lenguaje propio. El diluvio no llegará no es una película fácil, ni del todo lograda en sus ambiciones más altas, pero sí de un interés notable.
Quien esté dispuesto a abrazar su ritmo lento y su aparente frialdad, encontrará una poderosa invitación a la reflexión sobre los restos que la guerra deja en las conciencias, más allá del campo de batalla, y sobre cómo esta nos afecta a todos, desde la resignación a la empatía pasando por la pérdida de voluntad. Y quizás también —como sugiere su título— sobre lo que ya no llega porque hace tiempo que pasó o quizá porque nunca llegará para arrasarlo todo.