La alternativa | El diablo en el cuerpo (Claude Autant-Lara)

Raymond Radiguet fue una figura tan fascinante como efímera. Autor prodigio, de una juventud increíble, su vida y obra se convirtieron en leyenda maldita tras su temprana muerte con tan solo 20 años. Además de su vida de novela, donde conoció a nombres fundamentales de la cultura francesa, entre ellos su amante y maestro Jean Cocteau, nos legó dos obras de culto, una de ellas sin duda una de las novelas clave de la primera mitad del siglo XX: El diablo en el cuerpo.

Fue un autor tan potente y audaz como Claude Autant-Lara quien se atrevió a adaptar al lenguaje cinematográfico la novela de mayor éxito de Radiguet, sorteando, a duras penas, la censura de la época —puesto que la trama tocaba temas tabú como el adulterio, la relación de un adolescente con una mujer mucho más mayor, la traición al heroísmo de esos patriotas que luchaban en el frente y un aura que resquebrajaba y hacía saltar por los aires el romanticismo exacerbado tan propio de las letras galas— dando lugar a una película clave de la historia del melodrama clásico de nuestro país vecino.

El diablo en el cuerpo (Le diable au corps, 1947), arranca en Francia, el día que se firma el armisticio que ponía fin a la I Guerra Mundial. El júbilo que rodea al gentío que celebra el fin de la Gran Guerra chocará con el caminar errático y deprimente de un pobre diablo que deambula como un alma en pena entre la algarabía que inunda las calles.

Así, este personaje llegará a una casa de donde sale un cortejo fúnebre de alguien que parece cercano. Tras visualizar como se aleja el carromato que alberga el féretro, François (que así se llama el protagonista de la historia, interpretado magistralmente por el enigmático Gérard Philipe) subirá las escaleras que le conducirán a un apartamento vacío y sombrío, desde donde, a través de un ‹flashback›, recordará los eventos que le condujeron a su actual estado.

De este modo tan tétrico y pleno de contrastes, arrancará una película especial. Una obra impactante y moderna que hace gala de un lenguaje que para nada ha quedado obsoleto, pasados casi ochenta años desde el momento de su estreno. Ello se debe a la pericia de un Autant-Lara que se encontraba en la madurez de su carrera, con una confianza en sus capacidades para liderar cualquier tipo de proyecto fuera de toda duda, mostrando un dominio de antología para contar historias enrevesadas y complejas mediante un lenguaje cercano y exento de pedantería.

Como he comentado, la peli irá cocinándose a fuego lento a través de tres ‹flashbacks› cincelados con una elegía desoladora.

El primero mostrará el encuentro del joven estudiante François con una bella enfermera que acudirá, junto a su madre, al liceo donde estudia nuestro protagonista que temporalmente está siendo empleado como hospital improvisado para atender a los heridos que llegan del frente. Ella, llamada Martha (Micheline Presle), se asoma como una mujer débil, asfixiada por el control férreo de su estricta madre, que está comprometida con un soldado, de buena familia, actualmente luchando en las trincheras del frente bélico.

Nada más ver a Martha, François quedará prendado de ella, naciendo en él una obsesión enfermiza que le llevará a cortejar a una mujer comprometida y mucho más mayor que él.

Gracias a varios encuentros François conseguirá seducir a Martha, quien se enamorará perdidamente de un joven que está locamente enamorado de ella, iniciándose una relación pasional, donde el sexo y la lujuria servirán de base para consolidar una relación de amor que parece va a ser inquebrantable.

Sin embargo, los dilemas morales que sentirá François, un chico aún inmaduro que no desea hacer sufrir a su padre, harán romper la relación de la pareja en varios momentos clave. Primero, no acudiendo a una cita en el muelle con Martha. Más adelante, no siendo lo suficientemente valiente para acompañar a su amante a hacer frente a su marido para informarle que el niño que está creciendo en el vientre de Martha realmente es de François. Y, finalmente, abandonando a su amada con sus padecimientos en los momentos previos al nacimiento de su retoño.

La película es una maravilla. El hecho de no seguir una narración lineal, sino que el relato fluya a través de los recuerdos de François, le confiere un estado poético de primer nivel. Se nota que Autant-Lara había leído la novela, narrada en primera persona por el protagonista, adaptando este hecho a una narrativa de pesadilla infectada de brumas, que apuesta por el ‹flashback› para conectar el presente con el pasado, siguiendo dos líneas de intriga independientes, pero totalmente interconectadas entre sí, sin las cuales todo el esquema planteado no tendría ningún sentido.

Igualmente, el erotismo está muy presente en el film, pero de un modo idílico, combinando alguna escena un poco más explícita (la pérdida de virginidad de François en esa cama que él había decidido iba a ser la que iba a compartir con su amada Martha) con la acción sexual fuera de campo, idealizada a través de la hoguera que resplandece en la chimenea del hogar de Martha donde tendrán lugar los encuentros furtivos entre los dos amantes, mientras sus caseros y vecinos cotillas esparcen chismes entre la vecindad.

Asimismo, Autant-Lara aprovecha el pesimismo trágico que emana de la novela para cocinar un producto amargo como pocos, del que fluye esa desesperanza propia de los vicios y vilezas que lastraron con guerras y destrucción la primera mitad del siglo XX, demoliendo sin ningún tipo de contemplación los esbozos del melodrama romántico clásico, dando lugar a un nuevo tipo de romanticismo, mucho más oscuro y taciturno, del acostumbrado a observar en las producciones de Hollywood.

Así, el diablo que adorna el título solo está presente en la superficie. Puesto que François no es un personaje malo al estilo clásico. Sólo es un joven impetuoso, inmaduro e inseguro, cuyos dilemas morales arrastrarán a la perdición a su víctima Martha, una mujer madura que anhela ser amada y vivir una pasión que su marido ausente no le puede saciar.

Ni los consejos de su severa madre, ni las habladurías de sus caseros y vecinos, ni siquiera el razonamiento lógico de la propia Martha, conocedora de que la pasión que está naciendo no puede llegar a buen puerto por las numerosas barreras sociales imposibles de saltar, lograrán hacer recapacitar a una mujer consumida por la pasión, infeliz por su matrimonio casi de conveniencia, y también por esa obsesión compulsiva y enfermiza de un François que destrozará el remanso de paz que abraza la existencia de la ingenua Martha, enamorada hasta los huesos de un chiquillo que no se sabe si solo anhela abrasarse en los brazos y piernas de una mujer madura que le enseña los trucos más picantes de lo que es el amor, o si realmente ama con toda su alma a una mujer que ha renunciado a la tranquilidad de una vida placentera y cómoda, para lanzarse a la aventura del arrebato y el frenesí fogoso que las carnes más tiernas le proporcionan.

La cinta cuenta con varias escenas memorables. La que más me gusta es, sin duda, el primer encuentro erótico entre François y Martha, donde el mancebo se desvirga, mostrando esto el maestro Autant-Lara, como ya he comentado, con un fuera de campo que capta las llamas de una chimenea en plena ebullición. Igualmente magistral se alza la construcción de ambientes, con esa casa donde tendrán lugar escenas clave en el devenir de la pareja, o el Liceo que actúa de cicerón de los enamorados, o esos paseos en barca que recuerdan a Renoir y los clásicos impresionistas. También el tren, y su importancia para exhibir las bifurcaciones que irán tomando los caminos de los personajes, tanto en sus separaciones como en sus reencuentros.

Todas las escenas fueron dibujadas con una atmósfera taciturna y abatida, acorde con esa historia repleta de tabús y dramas prohibidos que construye la película. Seremos testigos pues de una pesadilla proscrita y, como si fuésemos unos chismosos que deseamos ver que sucede con los protagonistas, nos intrigaremos con sus idas y venidas, con su erótica y su derrota.

En este sentido, se alza como magistral la puesta en escena de Autant-Lara, que concluye con un desenlace abrupto e impactante, más ligado al cine de terror que al melodrama. Donde concluiremos que ese cortejo fúnebre que abre el film tiene como protagonista a la víctima de la pasión. Que ese funeral celebrado en una iglesia que más parece un festejo, por el final de la guerra, que un responso silencioso, igualmente tiene como protagonista a la más querida por François. Y todo tendrá un sentido, cuando nos demos cuenta, al final, de que nuestro protagonista ha llegado, siguiendo los postreros pasos de su moribunda amante, al punto de arranque con el que se abre el film.

Una narrativa adelantada a su tiempo, tan moderna que sin duda fue chocante en su época —no es baladí que la cinta fuese muy polémica y censurada, no tanto por lo explícito de sus escenas eróticas, sino por romper con los esquemas establecidos en cuanto al dibujo de una relación amorosa, que se antoja más enfermiza que romántica— que embute con un halo de depresión y perdición a una de las obras más potentes, bellas y malditas de la historia del cine clásico francés.

Para terminar la reseña, destacar que en los años 80 el italiano Marco Bellocchio llevó a cabo una segunda adaptación de la novela de Radiguet, esta sí mucho más erótica y polémica, en la que tuvo a bien incluir una de las primeras felaciones de la historia del cine comercial, protagonizada por la hipnótica Maruschka Detmers.

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