El cielo de los animales (Santi Amodeo)

Me enfrenté a El cielo de los animales sin saber nada de Santi Amodeo ni de su filmografía; sin embargo, con tan solo los primeros planos, supe que estaba ante una obra que me iba a ser simpática. Desde el inicio hay una atmósfera que irradia desde la pantalla y transmite una temporalidad genuina; la película no parece ser un estreno de 2025, antes dirías que se ha conservado en ámbar durante algún tiempo, como mínimo unas décadas. Su ritmo, el uso de celuloide, sus colores vibrantes, transmiten una calma que el cine moderno, gris y atropellado, rehúye constantemente. No es este un truco para aparentar carisma, sino el efecto de una cinta que, a medida que evoluciona, demuestra tener un carácter y una profundidad especiales.

El film te transporta desde su inicio, de manera formidable, a un tórrido verano. La climatología siempre es aliada de la expresividad cinematográfica y eso Amodeo lo comprende a la perfección. La película, como la vida, parece ralentizarse con el calor. El ritmo pausado, las interpretaciones, sugieren una falta de prisa, incluso cuando los temas de la película, esencialmente la pérdida, parecen sugerir apremio o sufrimiento. Hay un uso interesante del lenguaje, de las herramientas del cine que tan en desuso están, que a uno le llena de alegría; elementos como el fuera de campo, el fundido encadenado, los reflejos, son desempolvados para darles un uso sutil, elegante pero sin pretensiones. En suma, es una cinta cinematográfica, con todas las letras, que sabe sacar expresividad a sus situaciones y no se olvida de que para escribir una buena novela tan importantes son las frases simples como las complejas.

Aunque aún no he hablado de la trama. Resumiendo enormemente: se trata de tres historias singulares sobre la pérdida, que se deslizan por el romance, la comedia e incluso contienen algunos atisbos de tensión o terror, aunque con un tono siempre seco, sin emociones gigantes, apagadas por el calor. En cuanto a los intérpretes creo que cabe aplaudir la labor de Raúl Arévalo y Paula Díaz en su construcción de un romance lejos de estereotipos y caminos mil veces transitados; sus miradas y silencios son extraordinarios. Y cómo olvidar a mi querido Manolo Solo, del cual siempre he sido ‹hooligan› y siempre lo seré. Todos ellos, y tantos otros que me dejo sin su merecida mención, en pro de que este artículo no se convierta en una lista de la compra, transitan una fina línea actoral entre la incomodidad y el naturalismo, con atisbos de ciertas interpretaciones contenidas o suaves, como si surgieran de una obra de David Lynch. Todos los actores consiguen un resultado notable, configurando una parte esencial de la atmósfera genuina que la obra transmite.

Si bien todo lo anterior denota que la cinta está bien manufacturada, que tiene a alguien con las ideas claras detrás de las cámaras y gente con talento delante de ellas, lo que realmente me ha fascinado de esta película casi parece un accidente. A medida que avanzaba el metraje, crecía en mí la sensación de que había algo más allá del conjunto entre celuloide, sonido y tiempo. Es difícil poner en palabras algo tan etéreo, pero mientras la película avanzaba y las historias se desenvolvían en sus respectivos capítulos, aparecían, de repente, pequeños momentos que destacaban y se quedaban conmigo. Dichos instantes no eran diálogos o escenas enteras, hablamos de algo menor; había momentos de trascendencia.

Noto una confianza en la obra de Santi Amodeo, una confianza extraña porque no sé decir exactamente en qué. Quizás sea en la capacidad expresiva del cine, o algo más banal como la lectura de las imágenes, quién sabe, podría hasta ser algo religioso. Pero sin duda hay confianza y se transmite en estos pequeños momentos trascendentales. Todos, o al menos los que yo he percibido, carecían de palabras; hablo de planos detalle que transmiten la carencia de una persona, de miradas a algo que está fuera del cuadro, pero que sentimos cerca. Son unos pequeños instantes mágicos que, pese a ser exigentes, pues fácil es perderlos, dan a la película algo incalculable en cuanto a valor. Hay en la mirada de Manolo Solo con el cocodrilo, en los insectos revoloteando en las lámparas, en la mano de Darío untando miel o en un cajón lleno de elementos de higiene una verdad que va más allá del mecanismo de la ficción.

Creo que un cineasta que valore verdaderamente el oficio, con capturar un solo momento de verdadera belleza, de trascendencia, en una obra, ya se podría dar por satisfecho. Yo al menos lo haría. Si Santi Amodeo está de acuerdo conmigo, debería estar dando saltos de alegría, pues su película consigue escarbar algo más allá de la simple suma de sus elementos, más allá de lo que la combinación de luz y sonido consigue. Cuando uno capta algo así, logros comerciales o premios diversos deberían ser secundarios; aunque espero que a este película le vaya bien en ambos, pues la considero una obra genuina, personal, en nuestro panorama. Qué afortunados somos de estar a tiempo para apoyarla en las salas, donde su efecto seguro que es todavía mayor.

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