Exceso de luz
Serge Daney escribió que «allí donde se quiera la noche (la falta de información, la falta de imágenes), es necesario oponer el día (“asegurar la luz”, con el auxilio de imágenes). Pero pasando un cierto grado de luz (“demasiado día”), es todavía una noche la que nos ciega. La opacidad nace también del exceso de claridad». Hay en la actualidad un cierto tipo de cintas que encuentran en el exceso de luz, en la sobreexposición de la imagen, el movimiento que les permite ocultar un discurso reaccionario y cruel. Volver a ti es una de esas películas. Su estructura dramática y cada una de las decisiones de puesta en escena que toma Jeanette Nordahl tienen como principal finalidad consolidar una idea central problemática —el divorcio como mal endémico de la sociedad— difuminando sus aristas más filosas para evitar que la violencia intrínseca que palpita en su fondo quede expuesta a simple vista. La estrategia no es nueva: un gran número de cineastas, conscientes de que el ultraconservadurismo de sus imágenes resultaría demasiado agresivo si se transmitiese de forma directa, optan por jugar al despiste y esconderlo detrás de una supuesta transparencia que consiste en iluminar con insistencia un tema —cerrado, incuestionable— que se desarrolla en paralelo al verdadero núcleo discursivo de la obra para que, así, el “mensaje” —este tipo de obras siempre se construyen sobre una consigna débil e injustificada— llegue a los espectadores de forma subliminal.
En la estela del Ruben Östlund de El triángulo de la tristeza, película que supuso la sublimación de una variante del cine de la crueldad introduciendo un elemento cómico en apariencia salvaje con el que desviaba la atención del centro reaccionario de las imágenes y hacía pasar un alegato en favor del inmovilismo del mundo por una crítica mordaz a la estratificación en clases, Volver a ti proyecta ser un retrato, pausado y minucioso, del seísmo emocional que afecta a una familia tradicional burguesa (padre, madre y dos hijas) cuando Ane sufre un ictus que le paraliza el lado izquierdo del cuerpo. El modo en que esta tragedia cotidiana afecta a cada miembro de la familia revitalizando unos vínculos emocionales que parecían haberse roto para siempre, constituye el grueso argumental de la obra. Sus imágenes son diáfanas: la directora lleva a cabo un minucioso seguimiento del proceso de recuperación de la protagonista sin que haya, detrás de cada plano, una aparente intención discursiva que sobrepase la puesta en escena de sus dificultades, dolores y angustias diarias. No se trata de proponer preguntas sobre la enfermedad o la muerte —el ictus se produce fuera de campo, y la cineasta es incapaz de acercarse a su personaje si no es particularizando ese acontecimiento traumático a partir de diferentes planos de los objetos y lugares de la casa que había utilizado o por los que había pasado inmediatamente antes de desmayarse. El grifo abierto, el móvil sonando, el sofá vacío; motivos visuales que enuncian un desvanecimiento inesperado, pero no el motivo que lo provoca—, sino de ofrecer un retrato diáfano de las dificultades y contradicciones que estas generan en los personajes.
La estrategia está bien pensada, puesto que, sobre el papel, si lo que acontece en pantalla no tiene pliegues ni dobleces, si Nordahl no busca más que alcanzar un objetivismo que le permita poner en primer término del encuadre los hechos y sus fricciones sin ofrecer valoración o cuestionamiento alguno sobre ellos, entonces la forma en que dichos hechos se desarrollan es inapelable, porque no hay una mano creativa detrás de ellos que los fuerce o los manipule para imponer una idea concreta a partir de su fluir narrativo. No se puede cuestionar nada porque no hay discurso alguno: sólo acciones inocentes. El problema es que esos hechos, esas acciones, sí que están manipulados: existe una mirada que los dirige hacia una desembocadura discursiva completamente reaccionaria y moralista que consiste, a grandes rasgos, en una negación del divorcio y de todo aquel modelo vital que se salga de los esquemas cristianos y burgueses. La protagonista y su marido, Thomas, se están divorciando y él ha iniciado una relación con otra mujer con la que está planeando mudarse, hecho que lleva a la realizadora a presentarle como un egoísta que no piensa en su familia —aquí convertida en un concepto cerrado, totalitario y esencialista cuya perpetuación debe estar por encima de los deseos y el bienestar de cada uno de sus miembros— y que debe sufrir un escarmiento para poder abrir los ojos.
Así, el ictus que sufre su ex-mujer funciona como un castigo divino que los obliga a sentarse juntos alrededor de la mesa para replantearse sus vidas y, en consecuencia, las escenas en las que la ayuda o la cuida durante su proceso de rehabilitación no son sino pequeños pasos dados en el largo camino de la reconciliación. En Volver a ti, el cariño o el afecto entre ellos sólo puede expresar un deseo de amor sexual o marital: en la cerrada visión del mundo que ofrece la directora, la amistad entre hombres y mujeres es una quimera, una negación o represión de un anhelo (supuestamente) mayor. En pocas palabras, todos los caminos llevan al matrimonio (tradicional). Es por eso por lo que, cuando hacia el final de la cinta, Thomas —al que Nordahl filma en muchas ocasiones de perfil, negándole la posibilidad de defenderse del proceso de demonización al que injustamente le está sometiendo, y negándose a retratarlo en toda su complejidad (cosa que sí que hace con otros personajes)— decide irse a vivir con su nueva pareja, un accidente de coche caído del cielo termina rompiendo la aparente calma de la narración para hacerle saber que no hay felicidad posible después de un divorcio.
El trabajo con la cámara en Volver a ti es esencial, ya que, si Nordahl no consiguiese hacerlo desaparecer, si no se negase a utilizarlo para plantear preguntas o a indagar en la realidad que filma, si la omisión no se convirtiese en el movimiento fundamental de su no-gramática, se entendería que es la puesta en escena la que le da forma al discurso de la cinta. Sin embargo, la supuesta transparencia de las imágenes —sólo ilustran, reflejan un espacio “ordenado”; nunca plantean la posibilidad de observar lo que se esconde bajo su superficie—, esa luz que convierte los cuerpos y sus acontecimientos en el —casi exclusivo— material de construcción de la película (lo que los envuelve, de nuevo, en un halo divino), no ilumina nada, sino que oculta su verdadero propósito, utiliza la sobreexposición para generar una opacidad con la que tapar sus tesis oscurantistas. Así, la ausencia de un énfasis que desvele el carácter simbólico de las acciones de los protagonistas no elimina dicho simbolismo, más bien lo lima lo suficiente como para que pueda llegar a un público mayoritario sin que su violencia reaccionaria se haga palpable. Nada mejor que expresar un —falso— propósito para ocultar el verdadero mensaje; nada mejor que desvelar el carácter expositivo de unas imágenes para esconder el de los —impositivos— acontecimientos que retratan.