Vieja loca (Martín Mauregui)

Esa canción que se repite vez tras otra, remitiéndonos a una época lejana, reproducida por el tocadiscos de Alicia, conecta directamente con las inquietudes de una obra que se siente menos juguetona y voluble de lo que uno podría haber esperado a raíz de su premisa.

Martín Mauregui —que encauza con este su debut en solitario pero hizo lo propio dos décadas atrás en un film co-dirigido junto a Santiago Mitre y Alejandro Fadel, entre otros— ejecuta uno de esos ejercicios donde prevalece un solo espacio, la casa de esa suegra revoltosa interpretada por Carmen Maura. La cuestión es que el bonaerense parece más interesado en el relato de fondo, ese que sostiene Alicia y al que va dando forma a través de la narrativa que impone la propia protagonista, que en aquellos estímulos que deberían sostener ‹per se› el relato.

Porque si bien el argentino afronta uno de esos films donde la labor actoral sobresale, relega a un segundo plano elementos tan importantes en un terreno como el que nos ocupa como la atmósfera, que termina siendo un mero bosquejo ante las intenciones de Vieja loca.

En ese sentido, resulta lógico y coherente para con su narrativa interna que aquello que predomine sobre el conjunto sea esa mirada pormenorizada a otros tiempos, concretamente conectados con la dictadura argentina y, por ende, con el estado de Alicia, reflejo a fin de cuentas de lo vivido. Algo que el cineasta complementa recorriendo las desvencijadas paredes del enorme caserón, cuya condición precisan las distintas goteras que brotan del techo así como la tenebrosidad que recorre algunos de sus espacios.

Pero Mauregui, lejos de resaltar a través de esa virtud —que deviene en defecto en cuanto el cineasta decide exponer en imágenes, restando un punto de ambigüedad y misterio a la historia de Alicia, aquello que ya había quedado reflejado en sus propias palabras— una ambientación que habría dotado de sugerentes claroscuros al relato, propone más bien un anexo que otorgue cierto relieve a lo narrado.

Es por ese motivo por el que Vieja loca queda suspendida por momentos en una extraña indefinición; tanto que, comprendiendo la causalidad del retrato de Alicia, uno termina por no saber exactamente a dónde quería llegar el cineasta. No hay, pues, un elemento que dote de cierta cohesión al conjunto; perdido entre los devaneos del personaje central y su comportamiento inestable, alguna que otra digresión —aunque sea en una de las mejores escenas del film, con ese baile entre Aurora y su antiguo yerno—, ramalazos de comedia que no terminan de funcionar y ciertos desvíos genéricos demasiado aislados del conjunto.

Lejos de lo que pudiera parecer, Mauregui no se deja arrastrar por los tropos y estímulos del género, logrando contener una cierta personalidad que da paso a algunos de sus momentos más inspirados. Sin perder la perspectiva de ese relato mediante el que ir configurando la esencia del film, Vieja loca mana un carácter desde el que obtener entidad propia, sin dejarse arrastrar por las interpretaciones de Daniel Hendler y, en especial, Carmen Maura.

Vieja loca dialoga a través de las variables que manifiesta el cine de género en torno a un pasado todavía no asumido que se mezcla con la realidad componiendo un retrato quizá no tan complejo y repleto de matices como se podría esperar, pero al menos alejado de la esterilidad de unas imágenes que en ocasiones conjuga con el acierto necesario como para no estar ante otra de tantas pese a devenir un film repleto de imperfecciones y anomalías.

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