Vida en sombras (1948) / Glory to the Filmmaker! (2007)

Sesión doble metacinéfila en la que disfrutamos de Vida en sombras, obra magna de Llorenç Llobet-Gràcia de 1948 y la ombliguista visión de la cretividad de Takeshi Kitano en Glory to the Filmmaker! de 2007.

 

Vida en sombras (Llorenç Llobet-Gràcia)

Hay películas que no pueden ser introducidas sin más preámbulos en una crítica cinematográfica estandarizada. Se trata de films que concitaron tal cantidad y entidad de problemáticas e infortunios, que estas circunstancias han definido su condición en gran medida. Serían esas propuestas calificadas como malditas, perpetradas por autorías que se vuelven malditas en consecuencia. Y este es el caso sin ningún género de dudas de la única extraordinaria película del más cinéfilo que cineasta Llorenç Llobet-Gràcia, sobre la que la censura actuó con saña hasta impedir que se conociera en aquellos años. Como suele ocurrir, el fiasco fue solventado muchos años después, gracias a la restauración de Ferran Alberich, que sobre las dos únicas copias en 16 mm que se conservaban, recuperó el negativo y reestrenó el film en 1983 en Barcelona, y un año más tarde en Valladolid. La crítica especializada quedó inmediatamente impresionada, y todo el proceso de creación de Vida en sombras se recogió en el documental Bajo el signo de las sombras dirigido por el propio Alberich.

Por su insólito nivel de calidad cinematográfica y por su hondura filosófica, esta película se eleva sobre la mediocridad ramplona y nacional-católica de las producciones del primer Franquismo, como ocurriría con otra espléndida ‹rara avis›, La torre de los siete jorobados de Edgar Neville. Hay que señalar muy brevemente que Llobet-Gràcia, empresario de transporte y prestigioso cineasta aficionado, que organizaba numerosas actividades cinematográficas en su ciudad, Sabadell, era amigo del realizador Carlos Serrano de Osma y del director de la revista de cine Primer Plano, Adriano del Valle, entre otros. Encorajado por estos contactos artísticos, se decidió a iniciar su primer largometraje en el seno de un cine comprometido con lo estético como integrante de una corriente artística de finales de los años cuarenta del siglo pasado, que se autoproclamó “cine telúrico”.

En esencia la película es una apasionada e inusitadamente moderna declaración de amor al cine como forma de vida. Un ejemplo de metacine particularmente avanzado a su tiempo, que se podría valorar como un magnífico precedente de tantos que estaban por venir. Desde su mismo comienzo, asistimos a proyecciones cortas de los mismísimos hermanos Lumière, con un explicador que cuenta la historia, en la que los padres de Carlos Durán (Fernando Fernán Gómez), entre posados para fotos y barracas de feria, disfrutan su amor y reciben la promesa de un hijo, que llegará al mundo precisamente en una sala de cine. Y también desde el principio, el director despliega una puesta en escena elegante y dinámica, desde los bailes en pantalla del parisino Moulin Rouge, hasta las filmaciones de la lucha cruenta durante la Guerra Civil española, que le depararán la peor de las desgracias. Porque Carlos conseguirá dedicarse profesionalmente a su pasión, se reencontrará a la amiga de la infancia que se convertirá en su esposa Ana cuando ambos intenten comprar la misma revista de cine en la que él escribe, le declarará su amor durante una proyección de Romeo y Julieta, y cuando estalle la contienda se separará de ella para filmar unos planos de la lucha en las calles de Barcelona, mientras ella fallece en un tiroteo.

Recuerdo pocas películas con tantas estampas del ejercicio cinematográfico y la experiencia cinéfila. Cámara en mano por parte de Carlos, mediante esos fabulosos planos a contra luz. Como las audiencias alborotadas en las salas del cine mudo, los juegos de imitación de los hechos en pantalla —una pelea— en la vida real, la presencia conmovedora de Charlot entre las correrías del chiquillo que adoraba el cine —aquí la cercanía a las míticas Los cuatrocientos golpes y La noche americana son inevitables—, o la presencia constante de ese zoótropo que anuncia la técnica que alumbrará el cine. En una ocasión incluso eleva su cámara hasta la cabina de proyección y se queda unos segundos contemplándola, como extasiado ante el milagro de la proyección cinematográfica. Y por descontado, hay que aludir a ese debate sobre el cine sonoro, en el que Carlos rechaza esa invención considerando que el cine ya es una forma de arte autónoma que se sirve de un lenguaje narrativo basado únicamente en las imágenes, así como su defensa del futuro concepto de autoría cinematográfica.

Pero el desarrollo narrativo de Llobet-Gràcia se adentrará en un territorio sombrío, casi telúrico, de indiscutible e inusitado vanguardismo, cuando la culpabilidad que abruma a Carlos por la muerte de su mujer lo sumerja en tal amargura que reniegue de su pasión por el séptimo arte. Aquí deseo destacar, dentro de esos recursos de intersección entre cine y vida tan idiosincráticos de la película, uno de los títulos barajados, “Hechizo”, que ejemplifica esa condición vampírica del cine, su capacidad de hechizar y atrapar a los que caen bajo su influencia, en un meritorio antecedente de cimas como la mítica Arrebato de Iván Zulueta o El aficionado de Kristoff Kiesloswki, entre otras. Y además, la recuperación personal del hombre destrozado partirá de una luz tenue que va entrando de manera intermitente por la ventana de su casa sumida en las sombras. Pronto descubriremos que proviene de las marquesinas de un cine, donde conseguirá volver a dar sentido a su vida. Así es como asistiremos a una de las escenas más modernas de la película, cuando Carlos asista a una proyección de Rebeca, que le servirá de terapia de ‹shock›, por medio del poder curativo del cine. Su identificación con el personaje de Max de Winter, que también se siente culpable de la muerte de su anterior esposa, le lleva a abandonar la sala y a recuperar algunas grabaciones caseras que se hizo con Ana —muy ilustrativas son las palabras que le dedica, «abandóname, pero no te salgas de cuadro», tal y como ocurre en la cumbre “hitchcockiana”—.

Para terminar, la magnífica secuencia final en la que Carlos filma el primer plano de la película que estamos viendo, la escena del fotógrafo, que ratifica la modernidad del film por la vía autorreferencial, recordándonos además las similitudes del drama del film con las propias desgracias que acontecieron en la vida familiar de Llobet-Gràcia. Sin duda, una resolución extraordinaria para una gema de culto del cine patrio que destila autenticidad y pasión cinéfila en cada fotograma.

Escrito por Marí Verchili

 

Glory to the Filmmaker! (Takeshi Kitano)

Objeto desde el que desplegar una irónica mirada en torno a los entresijos del séptimo arte, artefacto idóneo para sumergirse en la figura propia, en las inquietudes y demonios internos del autor, e incluso prisma nostálgico desde el que escudriñar la memoria, el metacine ha sido siempre un espejo instigador desde el que dialogar sobre la propia naturaleza del cine. Muy pocos cineastas se han resistido, en ese sentido, a ejercer una búsqueda, ya fuera más visceral o cerebral, alrededor de los contornos de un arte capaz de apelar a nuestros instintos más primarios. Cineastas de la más variada índole, entre los que podemos encontrar nombres del calado de los Fellini, Wilder, Ferrara, Cronenberg o Burton, han recurrido en algún momento de su carrera a uno de esos engranajes desde los que cuestionar(se) e indagar en los entresijos de una disciplina cuya condición puede llegar a extenderse en direcciones insólitas.

Si hay un cineasta, en los últimos años, que haya dialogado con su propia condición como tal y, por ende, con su obra, ese es sin duda Takeshi Kitano. Y es que el nipón experimentaba a inicios de este siglo una crisis creativa que derivaría en un tríptico-meta conformado por Takeshis’, donde ya empezaba a explorar y controvertir la violencia que manaba de sus personajes; Glory to the Filmmaker!, donde decidiría ir un paso más allá en un film bordeado por ese humor absurdo tan característico suyo; y Aquiles y la tortuga, cinta en la que continuaba rastreando las derivas del arte desde una óptica más madura sin renunciar, en última instancia, a ese carácter surreal que se suele propagar de su faceta más cómica.

La violencia y esa figura de mafioso lacónico con la que ya se había empeñado en romper en films posteriores a su Hana-bi. Flores de fuego, como comentaba, emergen como objeto de discordia en esta Glory to the Filmmaker!; en ella apela a un desencanto patente, pero al mismo tiempo indaga en la idea sobre cómo Kitano sería capaz de confrontar géneros ajenos en su carrera. La respuesta queda (des)dibujada en algo más de noventa minutos de absoluto caos narrativo donde nada ni nadie sale ileso. ‘Beat’ Takeshi recorre escenarios poco probables, desde lo romántico a la ‹sci-fi›, llegando a bordear el ‹tokusatsu› y hasta el cine de acción más taquillero con referencias claras y explícitas que derivan, desde su lente, en un desatino constante.

Una voz en ‹off› es la que nos lleva, en un principio, a los pensamientos del propio autor, sirviendo asimismo como hilo conductor del voluble eje narrativo de la historia. Al nipón no le interesa, en ese sentido, realizar una reflexión estructurada o lógica ni mucho menos. Lo suyo es más bien disparar sin preguntar, hacer del dislate una máxima desde la que confluya esa veta cómica tan particular que ya se vislumbraba en films como Gettin’ Any, y trasladar un imaginario excéntrico donde el diálogo no sea sino de besugos. Con ello Kitano no se niega a plantear preguntas que, por supuesto, están implícitas en el metraje, pero su búsqueda va siempre de la mano de ese desconcertante absurdo, de una (sin)razón que no siempre recurre a la alusión para funcionar y trasladar ese torbellino disparatado a un espacio donde el espectador comparta la confusión, pero se regodee en ella.

Las citas, tanto cinematográficas como de ámbito popular —aquí debo detenerme para mencionar la estelar aparición del muñeco de Zinedine Zidane—, están ahí, pero lo interesante es cómo estas llevan a considerar distintas cuestiones que implican tanto la misma desorientación autoral de Kitano como el rumbo de un arte cada vez más inmerso en el estereotipo, en lo consabido. En ese marco, el autor de Violent Cop tira de (auto)ironía desgranando no sólo los tropos de todos esos géneros que le son ajenos, sino también hasta qué punto él mismo podría llegar a esos terrenos sin llevarlos a su propio terreno; que es, como no podría ser de otro modo, lo que termina sucediendo. El humor (amarillo) está siempre presente, y Glory to the Filmmaker! abraza la imprudencia. ‹Sketches›, personajes estrafalarios, experimentación formal (del ‹collage› a la animación 3D), e incluso un ‹alter ego› que ni siquiera toma forma de actor, no: el suyo es un simple muñeco que se encarga de recibir todos los golpes y de acudir a la cita médica de turno si es pertinente. Así cualquiera.

Kitano ejecuta de este modo un film sin límites; con altibajos, claro está, pendiente de absolutamente nadie que no sea él mismo y ante todo libérrimo, a corazón abierto. Porque el cineasta ejecuta un ejercicio donde no hay un gramo de ensimismamiento ni presunción: él es como es, y a quien no le guste que no mire. Desprejuiciada y honesta (tanto para consigo mismo como para el espectador), pocas obras han sido capaces de afrontar la crisis creativa como esta Glory to the Filmmaker!, donde todo es exactamente lo que parece. Nada resulta más esclarecedor que Kitano hablando en tercera persona de su primera persona, algo que suele quedar muy feo pero sin embargo es una declaración de intenciones en el film que nos ocupa; porque Kitano se desprende de la persona: es el autor quien debe ser puesto en tela de juicio, extrapolando con inteligencia su obra, y la personalidad que de él se refleja en la misma, percibiendo un proceso que, entre gags y lugares nada comunes dentro de lo común, Kitano parece comprender como nadie.

Escrito por Rubén Collazos

 

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