Tras una carrera de más de dos décadas como dupla, contando sus primeras películas en formato corto, los hermanos Safdie tomaron caminos distintos tras su último largometraje Diamantes en bruto (Uncut Gems, 2019). Según ellos esta desunión fue el resultado de un proceso natural debido a desacuerdos en cuanto a sus intereses como cineastas. Casualmente, este año, y con rápida sucesión, se estrenan los debuts como directores en solitario de ambos hermanos. Sus discordias de momento no parecen demasiado evidentes ya que los dos han optado por dirigir su fascinación a grandes figuras del mundo del deporte, interpretadas por grandes estrellas del mundo del cine de Hollywood. Josh Safdie, el hermano mayor, presentará una épica sobre el ascenso del jugador de tenis de mesa judío Marty Mauser, encarnado por Timothée Chalamet. Benny Safdie y su The Smashing Machine, que hoy nos ocupa, escenifican el descenso crepuscular del luchador y pionero de las Artes marciales mixtas Mark Kerr, protagonizado por Dwayne Johnson.
Parece que esta separación afectó a Benny Safdie, o por lo menos a su cine. De lo vibrante, enérgico e inquieto de películas como Good Time (2017) o Uncut Gems sólo queda un eco lejano en The Smashing Machine. Lo que identifica a los hermanos Safdie como creadores con una mirada particular y definida es ese espíritu rebelde que rehúye de academicismos, siendo a la vez dinámico y electrizante como pocos. Cine que respira unas ganas inmensas de salir a la calle y filmar, un sentimiento poco común en el panorama actual norteamericano. En Uncut Gems, por ejemplo, la historia va a una velocidad vertiginosa, los personajes no esperan a la cámara, se hablan a gritos y toman decisiones inexplicables pero intrigantes, en una omnipotente Nueva York que hace, al unísono, de recipiente y de incipiente. Esa masa de verborrea y movimiento conforma las bases de lo que se puede considerar el cine de los hermanos Safdie. Unos herederos muy lejanos, y por supuesto, salvando las distancias, de alguien como John Cassavetes. The Smashing Machine es absolutamente estéril en comparación.
Mark Kerr vive en una ‹performance› constante. Ha creado un personaje imperturbable que envuelve sus fragilidades en una capa de pintura imposible de penetrar. Ese hermetismo a manos de Dwayne Johnson adquiere una unidimensionalidad que impide cualquier tipo de empatía por parte del publico. La cinta se siente fría y lejana, cuando pretende ser intimista. El conflicto con Dawn, la pareja de Kerr, interpretada por Emily Blunt, se sucede con una torpeza narrativa que desubica. Las secuencias parecen un anecdotario desordenado y no una consecuencia lógica de sucesos que conducen una trama. Benny Safdie hablaba en una entrevista que quería anclar la historia en un punto de vista muy concreto, el de Mark Kerr, pero, en la practica, filma con el mismo rigor una pelea puramente contextual entre dos individuos residuales, y la batalla que define la carrera del protagonista del film. Esta contradicción se ejemplifica con más claridad en un punto de la cinta en que Mark, tras una sobredosis, decide ingresar en un centro de rehabilitación por su adicción a los opioides. El cineasta no le acompaña en este momento crucial de su transformación y decide hacer una elipsis inexplicable. Me pregunto donde fue a parar la fluidez narrativa de las películas anteriores de los hermanos Safdie. Igual se la llevó consigo Josh, el hermano mayor, o tal vez fue Ronald Bronstein, quien colaboró en todos los guiones de sus largometrajes, excepto en esta ocasión. Supongo que habrá que ver Marty Supreme para sacar conclusiones mas acertadas.
En todo caso, salí tan desorientado del cine que decidí visionar el documental The Smashing Machine, del año 2002, realizado por John Hyams. Si el título resulta familiar es porque se trata de la cinta en la que se inspiró el largometraje de Benny Safdie. Pero no sólo el título le calcó, también las escenas, la estructura, los planos, los diálogos, los movimientos de cámara… Bordea la fina línea entre inspiración e imitación. No muy diferente de los ‹remakes live action› de películas animadas de Disney, como El Rey león, o de ‹remakes› de clásicos antiguos como Psicosis de Gus Van Sant. Esta comparativa entre las dos películas solamente sirve para evidenciar aún más los errores de la cinta de Safdie, y ayuda a entender su toma de decisiones, que me sigue pareciendo desafortunada. La ficción como formato permite llenar vacíos a veces inaccesibles para los documentalistas. Con un equipo de rodaje difícilmente vas a poder rodar dentro de un centro de rehabilitación, acudiendo a la elipsis como sustituto, como hace Hyams. Tampoco es posible meterse dentro del cuadrilátero para registrar los rostros de los boxeadores sudorosos y sangrientos, y sus expresiones de dolor, miedo o éxtasis. Tienen que resignarse, posicionarse fuera del ‹ring› y filmar a los combatientes con las cuerdas manchando la imagen. Pero la ficción te ofrece la libertad de colocarte donde te plazca, para captar la acción de la forma más indicada y/o expresiva. Safdie renuncia a cualquier criterio y evita desviarse demasiado de su modelo original. Los episodios con Dawn se sienten como anécdotas porque surgen de conversaciones fortuitas en las que el documental nunca indaga profundamente. Las voces en off son reemplazadas por entrevistas diegéticas. El momento musical de entrenamiento para el combate final, obligatorio en cualquier película de boxeo, responde a la lógica de los planos de una secuencia transitoria en el documental, generando así una gran disonancia entre la forma y el fin.
Safdie es incapaz de crear un único momento memorable y original. En otra entrevista mencionaba su obsesión con el realismo. Igual esta fijación le ha llevado a recrear de forma tan exacta al documental, pensando que las digresiones sólo le alejan de esta finalidad. Es triste ver a un pintor incapaz de esbozar sin una referencia exacta delante. Este miedo en arriesgarse desdibuja la rebeldía inicial característica del cine de los Safdie y la convierte en una sumisión desesperante.
