Sirât. Trance en el desierto (Oliver Laxe)

La desnaturalización del camino.

Ya desde su título —y de paso, como bloque inicial de la película— concordamos que «sirât» apela al camino, es ese puente lleno de obstáculos que te lleva al paraíso, así que es el camino y no los caminantes lo que realmente absorbe la propuesta de Oliver Laxe que vuelve al desierto para complacer(se) entre atmósferas y falsos oasis.

Después montan los bafles y de repente, sólo los graves de una canción infinita marcan los límites del paisaje, mientras las montañas abrazan esta especie de liturgia donde la música —una de las personajes lo dice en algún momento— no es para escuchar, es para bailar. Una ‹rave› en mitad del desierto y un montón de cuerpos tornasolados en pleno trance siguiendo el ritmo; un padre y un hijo, mochila a la espalda, moviéndose entre ellos como peces fuera del agua en busca de alguien que se identifique con la foto que van enseñando y el espectador, un inocente ente que nunca estará preparado para las curvas insólitas de esta aventura. Todo listo para el fin del mundo conocido.

Laxe es tremendamente osado con su narración, llega a puntos en los que es un mero trámite para dar forma a la película cuando lo que realmente desea generar son estímulos, respuestas físicas a algo inanimado, en este caso sonidos rítmicos y arena. Poco importa nuestra conexión con los personajes, o la implicación de los mismos con esta historia cuando entiendes que no es la finalidad, sino el trámite, lo que verdaderamente puede romper nuestros esquemas, algo que funciona en alguna ocasión puntual, pero que no dejará a nadie impasible ante los acontecimientos, sea por pura compenetración con lo dramático, sea por puro estupor ante el atrevimiento de llevar a cabo todo este artefacto.

Este camino desértico está plagado de referencias cinematográficas de las que bebe sediento Oliver Laxe. Tiene en mente a Alejandro Jodorowsky y sus tullidos afrontando el western, a los bloqueos abismales de Werner Herzog transportando barcos por montañas o creando estampas familiares en minas de sal, solo apariencias hasta el cambio de tercio que emula otros matices, mientras intercala su propia imaginería en la que el sonido se somete al escarpado terreno que tan bien conoce, creando una experiencia casi sensorial como homenaje, por así decirlo, a estas fiestas clandestinas donde se genera una comunión entre desconocidos que comparten sus cuerpos, sus movimientos, hasta formar una imagen común.

Intenta ser Sirât una respuesta anárquica al belicismo, es constante la amenaza que perciben estos caminantes hacia el interior de África, algo que consigue modificar el trayecto de un grupo nómada y libre, siempre en contraste con el concepto más austero de familia que ofrecen Sergi López y su hijo. Todo ello confluye hasta que las personas se convierten en los propios espectadores de la vida y sus intrincadas posibilidades, llegando el momento en que esa luminosa presencia del día, siempre reflejada en la arena para convertirla en un bien preciado como el oro, parece que será lo único tangible, lo único cierto para Oliver Laxe.

El director ha jugado con lo terrenal y con lo divino generando una imagen contracultural junto a un discurso anecdótico de la que imágenes, como “flashazos”, pueden venir a tu mente una y otra vez para atormentarte o seducirte, siendo en conjunto una extraña deliberación que choca con nuestras propias creencias, pues toca decidir si el desnortado camino es realmente una experiencia vital que merece sobresalir por encima de los golpes de efecto que el mismo camino tiene sobre los penitentes. Eso sí, esta claro que tanto al camino como a Laxe les importa poco la conclusión que saquemos.

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