Nunca es tarea fácil confrontar a un espectador anestesiado por un cine comercial, tan inerte como vulgar, a sus propias verdades, dogmas y creencias; menos todavía si estas prevalecen por autoconciencia de privilegio. Cintas como Campeones, Coda o incluso La teoría del todo operan en un plano ético cómodamente conocido, que reflejan falsamente el concepto de “discapacidad”, sin entender antes qué es la “capacidad”; no se puede encontrar antónimo a la nada. En demasiadas ocasiones, se reduce la capacitación a la actividad productiva, cuando la afectividad es tan o más importante y ha de ser cultivada para que el hombre pueda verse completado. La verdadera discapacidad es no poder amar, o eso parece querer decir Federico Luis Tachella, ganador del Gran Premio de la Semana de la crítica, quien con una cámara desprejuiciada filma a un grupo de jóvenes discapacitados mentales y la humanidad que emerge de estos: sus risas, sus llantos, sus verdades, sus amores, sus necesidades, su realidad y la vida que de esta se sustrae.
En su ópera prima en solitario, Federico Luis proyecta una lúcida mirada —más cercana a la presentación que a la representación— al concepto de discapacidad en un mundo “capacitado”. Con una dirección minimalista, desprovista de artificiosidad y dejando que la poesía de los propios personajes e imágenes emane por sí misma, el realizador consigue una composición semi-documental con cámara en mano y una puesta en escena muy cercana a Ken Loach, los Dardenne e incluso, en algunas secuencias, al primer Sean Baker. El director trata con estos elementos la pulsión juvenil y pasional de los chicos del grupo, que son filmados como seres complejos y multidimensionales, ansiosos por amar y por rebelarse, al igual que los neuronormativos; siendo esta una de las grandes virtudes de la cinta. El naturalismo de sus imágenes confluyen armoniosamente con el contenido, a priori incómodo de estas, que cuestiona la propia percepción del espectador sobre la discapacidad y su —normalmente infantil y cautelosa— representación fílmica.
Cierto es también que el aparato discursivo del cineasta, con facilidad, se distiende algo artificiosamente y pierde focalización en el relato, pivotando hacia tramas no tan consistentes como la principal, que, si bien añade profundidad a los personajes, destensa muchas de sus escenas, que aun estando exentas de condescendencia, se acercan demasiado al exhibicionismo; siguiendo la idea falsamente preconcebida de que el realismo social ha de serlo inherentemente, negada rotundamente por autores como el ya citado Loach o Aki Kaurismäki.
Destaca también la honesta y bella actuación del reparto, que humaniza a un grupo no solo usualmente infrarrepresentado, sino también infantilizado, lo cual sepulta cualquier rasgo identitario personal y dificulta la unión del grupo, concepto tratado sutilmente por Federico Luis. La mimetización del protagonista con el grupo —o, lo que es lo mismo, la disolución de la identidad personal en la identidad colectiva— se hace presente de manera progresiva, aunque algo morbosa, excediéndose en la forma y desplazando los móviles de este tanto que, por momentos, se desdibujan hasta desaparecer.
Federico Luis firma en su ópera prima un bellamente realista film que con un lente desprejuiciado y una dirección naturalista que proyecta una sensible mirada hacia los jóvenes discapacitados, mientras confronta a un acomodado espectador a su percepción unidimensional e infantil de estos. Aunque peque de ciertos errores habituales y entendibles de un director novel, compone una obra más que digna y justa merecedora del Gran Premio de la Semana de la crítica en Cannes.