La corrupción llega desde Italia a la sesión doble con títulos de autores siempre reivindicables: por un lado una figura a reivindicar como la de Francesco Rosi, que dirigía a inicios de los 60 Las manos sobre la ciudad; y por el otro el genial Damiano Damiani, que aportaba su particular mirada al ‹poliziesco› con El día de la lechuza sólo 5 años después.
Las manos sobre la ciudad (Francesco Rosi)
La quinta película del director Francesco Rosi, uno de los grandes exponentes del cine de denuncia política que floreció en Italia en los años 60 y 70, desplaza la acción a su Nápoles natal para narrar una historia ficticia pero basada en la realidad social de su momento, en la que un constructor sin escrúpulos sortea las consecuencias legales de una negligencia fatal, aprovechando las conexiones políticas que le permite su negocio especulador.
En Las manos sobre la ciudad, Rosi ofrece un panorama sombrío en una ciudad diana de pelotazos urbanísticos y una población que sufre las consecuencias. Mantiene siempre un ojo en las víctimas, en la crónica detallada de la caída del edificio y en secuencias posteriores, siempre posicionándose a la altura de estas personas, de sus reivindicaciones y de su sufrimiento; pero, a nivel narrativo, centra sus esfuerzos en denunciar las prácticas corruptas desde su origen, que identifica en las estructuras de representación política; se monta un comité de investigación por iniciativa de la bancada de izquierdas, pero muy pronto queda clara la intención del partido mayoritario de derechas por bloquear en la medida de lo posible las investigaciones que podrían salpicar a su propia organización, y entre ellos, la opción de centro se reviste de coherencia y practicidad para jugar a dos bandas. La película delinea muy claramente estas tres opciones políticas y hacia dónde enfocan sus energías, desde una posición clara de denuncia a la actividad criminal del especulador y a la connivencia de quienes le protegen.
Desde el punto de vista del thriller procedimental, con la retórica de discursos encendidos y conversaciones en las que negocios sucios se dirimen entre sonrisas, la cinta denuncia de este modo la corrupción generalizada e institucionalizada, y la cohesión de sus elementos para generar un ambiente de impunidad para delincuentes como Edoardo Nottola. La legalidad se convierte en un accesorio a gusto del que manda, moldeada a través de las mayorías parlamentarias y de intermediarios cómplices o excusados en la literalidad de los documentos redactados ex profeso. Esta sensación de poder intocable y sin consecuencias, cuando son ellos mismos quienes establecen las reglas, se pone de manifiesto con la absoluta chulería y transparencia con la que muchos airean sus negocios turbios, sin preocuparse por esconder las intenciones y los tratos de favor, llegando incluso a ofrecer sobornos a víctimas en el mismo edificio del congreso.
Rosi, en su denuncia de la corrupción y de lo descarado de estas prácticas, recoge los esfuerzos de los comisionados de izquierdas por luchar frente a ellas, tratando de sacar a flote una investigación que realmente implique algo y, con ello, cambiar un sistema corrupto hasta la médula; sin embargo, las simpatías ideológicas que Rosi expresa por ellos no quitan que el director se muestre escéptico con los métodos y desdeñoso con la propia connivencia de estos diputados con la situación política de la ciudad, más allá del discurso. Cuestiona no solo que esos cauces sean los adecuados para cambiar las cosas, sino que gente que ha aceptado las reglas y opera dentro de los márgenes que se le permiten, moviéndose en el mismo ambiente de desfachatez corrupta y ostentosa, tenga la entereza moral para liderar ese cambio. Sus buenas intenciones, declaradas y enardecidas, no llegan a ningún lado dentro de los mismos engranajes que han conducido a Nottola a la impunidad.
Las manos sobre la ciudad desconfía del poder delegado en las instituciones, no solo por su descripción de cómo operan los tratos y las intermediaciones en él, sino por la futilidad de los esfuerzos que surgen de las mismas y se ahogan en la complacencia ideológica. Su mensaje de rabia y frustración, en ese sentido, es atemporal, como lo es también el pesimismo que desprende. Es una denuncia contundente, pero sin solución a la vista, que desea una revolución que lo cambie todo, pero que se enfrenta a la dificultad de articularla; y el diagnóstico es, en consecuencia, sombrío y derrotista.
Escrito por Javier Abarca
El día de la lechuza (Damiano Damiani)
Si hablamos de cine de camorra sin duda una de las primeras películas que se vienen a la mente es El día de la lechuza (Il giorno della civetta, 1968), genial adaptación, por parte del maestro del cine político y social Damiano Damiani, de la novela homónima de Leonardo Sciascia.
Si bien las lindes por las que deriva el relato son las de un ‹poliziesco›, éste no discurre para nada por las aristas propias de un subgénero que se adscribió fundamentalmente a la acción desenfrenada. Pues el texto viaja, a la contra, por una senda que acaricia las vertientes psicológicas y sociopolíticas de un entorno asfixiante y opresor.
A Damiani no le interesaban tanto los esquemas del cine de suspense policial, como sí los ligados al estudio de la capacidad de insuflar miedo de una camorra que vestía trajes de seda blanco e iba a misa todos los domingos, encerrando en una máscara de ciudadano ejemplar a auténticos sátrapas capaces de destruir la vida de todo disidente que osara hacer frente a sus corruptelas consentidas por políticos y fuerzas del estado.
La película retrata con maestría —partiendo de una puesta en escena propia del neorrealismo que ambienta la narración en un pequeño pueblo siciliano repleto de arena, calor y pobreza— como un mafioso, el siempre impoluto Don Mariano (Lee J. Cobb), sabrá controlar de una forma sibilina y pausada todos y cada uno de los movimientos que se producen en la comarca, dando matarile a quien se atreve a enfrentarle.
Así, la película arranca mostrando el asesinato de un pequeño empresario de la construcción, Salvatore Colasberna, que había conseguido un contrato para construir un tramo de una carretera. Para investigar el homicidio llegará al pueblo un capitán de los ‹Carabinieri› llamado Bellodi (Franco Nero), un hombre incorruptible, idealista y honesto. Pronto descubrirá que uno de los vecinos que podía haber sido testigo del asesinato ha desaparecido. Se trata del pobre diablo Nicolosi, un hombre sin apenas recursos que vive con su bella mujer Rosa (Claudia Cardinale) y su hija pequeña.
Bellodi sospechará que Nicolosi vio toda la escena del asesinato y por ello decidió esfumarse, o peor aún, le esfumaron. Para ello tratará de ganarse la confianza de Rosa, una mujer terriblemente bella objeto de habladurías por parte de las malas lenguas del pueblo. Sin embargo, toda la investigación se verá salpicada por la presencia de los esbirros de Don Mariano, que tratarán de ahuyentar al capitán poniéndole en apuros en sus avances en la investigación.
El film sabe tocar puntos muy interesantes: la soledad de un hombre que lucha contra los elementos y contra poderes fácticos imposibles de superar; la ley del silencio que impera en esos pequeños pueblos sicilianos en los que los ciudadanos tienen pavor de salir a la calle por temor a ver algo que podría ponerles en serios apuros; y ese pánico inconsciente que impera en esas sociedades dominadas por un totalitario con un poder desatado fuera de todo control policial o político, donde nadie se atreve a oponerse a las barrabasadas lanzadas por ese mafioso al que no le interesa que la modernidad se acerque a su territorio.
Todo ello envuelto en un realismo marca de la casa de ese cine italiano clásico que tan buenos productos supo crear en esos años. Damiani, como buen autor crítico con la sociedad en la que le tocó vivir, supo tejer una cinta poderosa y perturbadora, sin emplear la violencia explícita, sino mostrando la brutalidad desde un contexto muy contenido. La película culmina con un final abrupto, seco y deprimente, que retrata la absoluta impunidad que ostentaban los capos mafiosos de la época, gracias a la protección de los poderosos y políticos corruptos a los que no les interesaba desmantelar el entuerto montado.
Una obra cumbre del cine italiano de los sesenta que, a pesar de su ritmo lento, se eleva como un producto muy vistoso y entretenido denunciando esas corrupciones muy presentes aún en nuestros días en hombres con traje gris y sonrisa maliciosa.
Escrito por Rubén Redondo
