Las adaptaciones de Jorge Luis Borges llegan a la sesión doble con dos títulos a (re)descubrir: por un lado la dirigida por José Mugica allá por los años 60 con una Hombre de la esquina rosada con Francisco Petrone al frente; y por el otro, la realizada por otro argentino, Carlos Hugo Christensen, ya afincado en Brasil, en la cinta brasileña La intrusa.
Hombre de la esquina rosada (José Mugica)
La Historia (o la perspectiva que otorga el paso del tiempo, como prefiera la persona lectora) lo ha ratificado con firmeza: adaptar a Borges, para sorpresa de pocos y por lo menos desde los textos fílmicos, ha resultado ser un cometido arduo y muy poco agradecido. La erudición filosófica y más que enciclopédica del poeta bonaerense y su gusto por retorcer las nociones de tiempo y espacio han provocado el fracaso de no pocas tentativas de desplazar ese universo único e insobornable a la pantalla grande (entendamos fracaso como objeto fílmico autónomo, no ya como adaptación literaria).
Hombre de la esquina rosada (1962) es una de las rarísimas aproximaciones a la obra borgeana que no solo no palidece ante el texto original —cuento breve homónimo publicado dentro de la colección Historia universal de la infamia de 1935—, sino que el propio Borges vindicaba como un relato superior al suyo propio. René Mugica, actor y cineasta, diría en alguna ocasión que el reconocimiento entusiasta recibido por su segunda película tras las cámaras sería una losa de la que nunca se terminaría de despojar. Quizás el triunfo de Mugica descanse en su empeño por compilar unos pocos elementos de interés del cuento de Borges y expandir desde allá su propia narración, evitando cualquier acercamiento demasiado literal al lenguaje del bonaerense.
Los atractivos del cuento de Borges perviven en la adaptación de Mugica: (1) la noción (algo fatalista) del tiempo cíclico, de la historia que se repite sin que sus protagonistas puedan evitarlo; (2) los ideales masculinos, hoy ya caducos, del honor y la venganza, así como la mujer como objeto de deseo y de perdición y (3) una ambientación arrabalera dónde el duelo a cuchillo estaba a la orden del día. Sin embargo, lo que en Borges es difuso o desdibujado en Mugica es sencillez y linealidad. El tiempo o el narrador, que en el relato original operan con cierta complejidad (analepsis, la propia presencia de Borges como receptor de la historia, etc.), aquí se simplifican en ‹pos› de la claridad narrativa, sirviéndose el cineasta de un relato cronológico y de un narrador invisible.
Felizmente, que el texto germinal haya sido reestructurado no impide que el relato de Mugica se impregne de la esencia borgeana y tenga personalidad propia. Hay en el film, además, una grata presencia de lo fantasmal que no se percibe con tanta nitidez en el cuento escrito, y que añade capas de interés al film: esa sensación constante que pervive sobre la Lujanera y el Rosendo de que la venganza está al caer, ese sinvivir invocado en una sombra, en un reflejo o en un engaño fugaz del cerebro. También sobrevuela en la película la cuestión de la identidad, difusa en este caso, y reforzada por el personaje de Francisco Real, cuando se presenta ante Rosendo y la Lujanera declarando que «Nicolás Fuentes (el traicionado original) soy yo».
El tramo final del film es el único que coincide con el texto de Borges, pero Mugica y su equipo de guionistas supieron ensanchar con brillantez ese universo arrabalero, de guapos y de tangos, e ir desarrollando la trama con las dosis exactas de misterio y ambigüedad para ensamblarlo con naturalidad con el cuento borgeano. El desenlace, abierto y oscurísimo, se hermana con esa continuidad cíclica tan afín al escritor, en la que todo cambia para que no cambie nada.
Escrito por Maties Tugores
La intrusa (Carlos Hugo Christensen)
La intrusa es una adaptación del cuento homónimo del escritor argentino Jorge Luis Borges. Se trata de un texto corto que abre el libro El informe Brodie (1970) ubicado en Turdera (Argentina) por el escritor y que narra un episodio de dos hermanos, los Nilsen, temidos por el pueblo por su frialdad. «Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de la que nunca habían oído hablar, corrían por la sangre de esos dos criollos», detalla Borges en su descripción física que les otorgaba una distinción respecto a los que les rodeaban. Los “colorados” eran llamados, siendo muy altos, se intuye que atractivos, pero reinaba la soledad en sus vidas. «Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala».
Esta adaptación del cuento de Borges recoge el espíritu del escritor en torno al drama, la tragedia, el honor y la rivalidad fraternal. Carlos Hugo Christensen la traslada a la frontera con Brasil —el director se estableció en ese país muchos años antes— siendo los diálogos en portugués, acercándola al western en el que la aridez de la naturaleza, una ambientación a finales del siglo XIX (Borges no especifica el año, pero sí Christensen, en 1897), las ocupaciones como cuatreros, tahúres y la hostilidad de sus habitantes le confieren un aura del género tan prolífico. El director trata de homenajear a directores como Ford en algún encuadre desde el interior hacia el desierto, los paisajes, los atardeceres y los porches tan característicos de las casas aisladas y polvorientas donde se mastica la tensión con un viento constante que azota las vidas de sus moradores.
Esta versión trata de acercarse a ese espíritu realista del cuento, su sabor a tragedia inmisericorde y un contexto donde el papel femenino estaba totalmente relegado y supeditado al antojo masculino. Introduce elementos para enriquecer el relato en su trasposición, pero también construye unos personajes muy parcos en palabras. Del cuento de Borges —bastante elíptico, aunque a la vez muy descriptivo en su sencillez de lo que podía ser el día a día de los Nilsen— inventa lo que podría derivarse de los tiempos de ocio entre peleas de gallos, citas en burdeles, duelos a cuchillazos o la especial relación fraternal. El director amplía la visión de Borges interpretándola desde un punto de vista que causaría revuelo, provocando la censura en Argentina.
Los describe muy unidos, jugando, divirtiéndose, con una relación que les hace introducirse desnudos en la cama juntos debidos al frío y que hace sospechar desde el inicio algo incestuoso. La llegada a casa con el hermano mayor de Juliana, una bella y silenciosa mujer, provoca una progresiva tensión entre los hermanos. El director le da importancia a los encuentros amorosos de Cristián (más bien asaltos por su rudeza) y a la actitud de sometimiento de la chica (Borges no dedica tanto a ese episodio, aunque si la nombra como “cosa” exponiendo su triste consideración), que acaba siendo una esclava de los dos y compartida sexualmente. «Me voy a una gran farra», escuchamos, «Juliana se queda, si quieres puedes usarla», le dice Cristián a Eduardo, su hermano pequeño.
Como Borges nombra que sólo tenían en la cabaña un libro, la Biblia, el director aprovecha introduciendo una cita bíblica entre David y Jonatán un tanto ambigua para apoyar su tesis sobre la homosexualidad, tema que ya tocó en otras películas. Ésta se hace tosca, muy sombría en su puesta en escena para exponer su tensión y claustrofobia. Resulta muy seca, le falta ahondar en los personajes, describir mejor lo insostenible de la tirantez fraternal y sobrándole algunas escenas de contenido sexual que poco aportan (aunque en su tiempo se considerarían muy audaces). Aunque el maltrato femenino sí queda muy patente en la actitud hacia Juliana, a expensas de sus crueles decisiones. El final trágico es cortante, culminado por una frase que aportó la madre de Jorge Luis Borges —le ayudaba a transcribir sus palabras debido a la progresiva ceguera de su hijo— al pedirle asesoramiento y de la que Borges estaba muy satisfecho porque recogía perfectamente el espíritu del cuento.
Escrito por Estrella Millán Sanjuán
