De vez en cuando el cine austrialiano de terror nos regala algún villano para el recuerdo. Sucede con esta sorprendente y malévola The Loved Ones, algo así como si al socarrón y despiadado Mick Taylor de Wolf Creek le hubiera salido una hija caprichosa con el rostro de la sensacional Robin McLeavy. Pocas veces una premisa argumental que tiende tanto a lo descabellado y lo inverosímil (y que tampoco conviene revelar demasiado por aquí) se había desarrollado de una forma tan eficaz y atrapante. Sean Byrne consigue que funcione hibridando elementos del ‹torture porn› (arteramente diseñado y ejecutado: el dolor y el mal rollo se paladean a menudo con malicia cómplice) y del gótico americano y sureño (aunque le pille geográficamente lejos, se pueden rastrear huellas de El sótano del miedo o La matanza de Texas en su disfuncional y demente familia protagonista), equilibrando la crueldad de su planteamiento con un sentido del humor negrísimo que le sienta como un guante. Gracias a ello, la sospecha de estar ante un corto alargado regido por una gratuita querencia por la violencia se desvanece, dando pie a un inteligente artefacto terrorífico cargado de vitriolo y de gran solvencia técnica y artística.
The Loved Ones maneja el suspense con habilidad, dilatando los momentos de mayor tensión para alimentar el desasosiego del espectador y golpeando con contundencia cuando así lo requiere la acción. Una excelente labor de montaje, con cortes que funcionan casi como mazazos, y una banda sonora acorde al contenido malsano al que acompaña, apuntalan la eficacia tremenda de esta historia de locura y obsesión, con ribetes incestuosos (el complejo de Electra), lobotomías forzadas y muchos secretos turbios que se esconden bajo la apariencia de una fachada familiar feliz, y en la que Byrne se divierte subvirtiendo algunos ítems del cine ‹teen› estadounidense (la estética rosa de una adolescente a las puertas del baile de graduación es cortocircuitada por esa ‹follia omiccida› filtrada en los detalles: fotos perturbadoramente retocadas, sangre mezclándose con purpurina, etc.), todo ello repercutiendo en su condición de caramelo de terror relleno de veneno. Quizás pueda cuestionarse la falta de contexto real de sus villanos (por qué nace y se perpetúa esa sed de crueldad: no se explica) o la idoneidad de esa trama secundaria que funciona en parte como alivio cómico de la principal (aunque tenga su razón de ser, como descubrimos cerca del desenlace, y tampoco estorbe ni merme el impacto de la otra), pero es ‹peccata minuta› dentro de un conjunto tan bien armado.
En definitiva, el debut de Sean Byrne supone una gratificante incorporación a cierto cine de la crueldad que, en sus peores ejemplos, suele sucumbir al tedio de la violencia por la violencia, pero que en el caso que nos ocupa, imaginando la historia (en el fondo patética y triste) de una joven que creció haciendo del rechazo su particular combustible para las pesadillas, logra erigirse en una pieza de serie B enormemente disfrutable, por descontado que muy sangrienta, pero no exenta de inteligencia, energía y rigor formal, con un reparto además entregado a la causa (no es fácil sufrir como lo hace Xavier Samuel) y una duración ajustada que hace que todo se nos pase volando, hasta llegar a un clímax final donde Byrne lo da todo: hay truculencia, hay tensión, hay humor y hay estilo. No será una obra maestra del séptimo arte, pero los aficionados al cine de terror más visceral deberían disfrutarla como lo que es, un pasatiempo malvado, fresco, catártico y deliciosamente oscuro.
