Fragmentada por dos líneas temporales que conectan presente y pasado, Roqia pronto revela la naturaleza de su horror a través de un exorcismo. Más allá del significado del término que da título al debut en la dirección de Yanis Koussim, que apunta precisamente a la sanación de dolencias espirituales entre las que se encuentran el mal de ojo, la brujería y, como en el film que nos ocupa, la posesión demoníaca, estamos ante una pieza cuyo diálogo supera su sustrato terrorífico.
La vuelta de un padre a casa con un ostentoso vendaje en su cabeza tras regresar de la guerra y desaparecer después de un accidente de coche, marca la aparición de temas como la memoria, desde la que el personaje intenta volver sobre sus pasos intentando reconocer un periplo emborronado. Incluso su propia mujer llega a compartir que desde que volvió de la guerra nunca fue el mismo, hecho que unido a las misteriosas lagunas que rodean su desaparición fomentan una atmósfera extraña y paranoide.
Koussim alimenta ese confuso recorrido con detalles como esos dedos que faltan en la mano del protagonista de este segmento, y que le inducen a una búsqueda a cada paso más desconcertante que, sin embargo, conecta el relato con un presente difuso también precisamente por el alzheimer que aqueja uno de los dos personajes centrales de dicho segmento. De este modo, Roqia desarrolla un relato teñido por esa sensación de trastorno que el cineasta captura acertadamente, tanto en su dispositivo narrativo como en un aparato formal que se nutre de planos cerrados y se pliega sobre lo sombrío de sus escenarios.
Es, no obstante, en la consumición de su horror, casi velado, donde Kassim no termina de aprovechar las cualidades de una propuesta que, teñida por una atmósfera más tenebrosa, habría complementado mejor su pulsión genérica. Desafortunadamente, el terror se antoja relegado a un segundo plano donde sólo emerge con decisiones argumentales en las que el cineasta debutante sugiere una raigambre que no parece maridar con sus verdaderas intenciones. Los elementos empleados, pues, para ahondar en el horror descrito, funcionan mejor como metáfora que como proyectores de una inquietud y turbación que apenas se da cita en pantalla.
Roqia explora así las consecuencias y temores de un fundamentalismo al que alude ahondando en el recuerdo o, mejor dicho, en ese olvido que expresan sus personajes a raíz de situaciones distintas. Y lo hace deslizando una lucha interna por conseguir, con voz propia, trasladar aquello que pretende, pero sin lograr que sus mecanismos genéricos surtan efecto. Todo aquello relacionado con esas posesiones y exorcismos se siente, de este modo, más un reflejo del lugar al que quiere llegar su autor que un contenedor de un terror eficaz que redimensione los lindes del film y lo dote de una profundidad distinta.
Estamos, en definitiva, ante una ópera prima como tantas otras: imperfecta, en ocasiones contradictoria, con un manejo tosco de ciertos mecanismos, pero ante todo una obra que comprende a la perfección sus ingredientes centrales y dialoga con certeza, sin titubeos, otorgando valor a su tesis aunque a veces la sacrifique en parte para dar respuesta a un estímulo (el que sugiere su naturaleza genérica) aún por pulir y desarrollar.

Larga vida a la nueva carne.