Romería (Carla Simón)

Hace ya unos años, ante la irrupción de la figura de Carla Simón a través de su largometraje debut, una Estiu, 1993 que cosechó no pocas loas, recogiendo los premios a Mejor ópera prima en la Berlinale y Mejor dirección novel en los Goya, entre otros, apuntaba nuestro compañero Alex cómo la naturalidad con que narraba la cineasta catalana aquella historia observada sin filtros, huyendo de cualquier tipo de sentimentalismo, otorgaba un valioso revestimiento a su ópera prima. Un testimonio que recogía Alcarràs, su siguiente film galardonado con el Oso de oro, resiguiendo esa senda donde dicha naturalidad empezaba a mezclarse con un sugerente lirismo, dando lugar a una imagen más pulida y mostrando una evolución consecuente para con su obra.

Lejos, pues, de la frialdad que pudiese suscitar un cine que albergaba en el componente autobiográfico de sus historias una fuerte pulsión emocional, había que conceder una indudable valía al modo en cómo la realizadora era capaz de componer esas estampas y llegar al fondo de un relato, aunque propio, universal.

Romería, su tercer trabajo en el terreno del largo, aboga por continuar explorando esos ribetes entre lo personal y lo íntimo, dando forma de nuevo a algunas de las características más notables de su cine. Pero lejos de esa sencillez teñida por una franqueza que no sólo penetraba en sus imágenes, además las impulsaba en ‹pos› de un encuentro que huía de lo obvio, el film que nos ocupa se siente preso de una impostura que transita a lo largo y ancho de sus fotogramas. Donde en sus anteriores propuestas se nos descubría una cierta sensibilidad, un tacto en cada composición desde el que envolver su propia historia, aquí sólo queda el eco de un artificio en busca de cuestiones que ella misma plantea. Es en la aparición de esos intertítulos, donde la cineasta parece querer trasladar lo que es incapaz de transmitir en cada viñeta, aquello que anticipa los principales males de Romería: una constancia en el subrayado, en cada diálogo y situación, que no hace sino reforzar esa sensación de artimaña, de relato donde todo fluye por la vía de un aclarado superficial, apartando cualquier atisbo de ambigüedad o complejidad.

Se podría pensar que, en efecto, esos no son precisamente los atributos que componen el cine de Carla Simón, pero lo cierto es que no se trata tanto de eso como del hecho de dar por mascada cada secuencia y situación desde la que dilucidar la búsqueda de la protagonista. No hay contrastes de ningún tipo, ni atisbo de aquella delicadeza que su autora algún día mostró. A cambio nos encontramos ante un film repleto de lugares comunes, donde las líneas de guión son destinadas a forzar cada detalle, por leve que sea, y aquello que funcionaba de forma homogénea, como una concatenación de secuencias desde las que llegar al punto deseado, termina por devenir un lánguido vaivén donde cada personaje entra y sale de escena con una única intención: arrojar luz al viaje (personal) de Marina, la protagonista.

Como aspecto positivo, en ese punto, cabe destacar que cuanto menos Simón tiene claro su propósito, evitando caer en imposiciones dramáticas desde las que otorgar un peso distinto al relato. Así, y aunque la reconstrucción que realiza la cineasta del relato de los padres de Marina se siente demasiado fingida, como si fuese ineludible conocer cada pespunte del mismo más que poner en relieve los sentimientos de la protagonista, Romería logra al menos exponerlo sin resultar solemne o afectada.

La caída de algunos de los recursos empleados en una nada significativa —como esa voz en ‹off› compuesta por retazos del diario de la madre de Marina, cuya función se comprende en términos narrativos pero termina siendo algo ciertamente trivial—, esa suerte de abstracción al inicio del último tercio de film que refuerza la sensación de impostura presente en todo el film, o la deriva narrativa en busca de interrogantes del todo inocuos hacen de Romería una obra que se pierde en su propia ambición.

Poco queda, pues, de aquella naturalidad capaz de enhebrar momentos que, funcionasen o no, cuanto menos resultaban sinceros, resultando un film que emerge por encima de las posibilidades de un cine que no tenía la necesidad de elevar tanto las miras, en especial puesto que su honestidad concurría como motor principal de una mirada impropia en los tiempos que corren.

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