Santiago Fillol: «el cine del siglo XXI no debe representar ficciones, sino crear mundos»
¿Cómo podemos pensar a partir de la película Sirât, qué nos propone a escala profunda y de qué nos habla en realidad el fenómeno erigido a su alrededor? Conversamos con Santiago Fillol, guionista de la película y cineasta, para concretar y expandir estas cuestiones.
Si un filme ha conquistado las carteleras este año y ha seducido a crítica y a público desde su reconocido estreno en Cannes ha sido sin duda Sirât, de Oliver Laxe. Un largometraje sobre unos “raveros” que organizan una fiesta en el desierto, y por la que pasan un padre y su hijo buscando a una hija perdida. Los “raveros”, aunque recelosos al principio, devendrán acompañantes en la odisea espiritual del protagonista, encarnado por Sergi López. La caracterización del grupo transmite una mirada contracultural y promueve un fenómeno que tiene que ver con la deslocalización, a saber, con una percepción de las cosas que no se apoya en ningún relato paradigmático. Simplemente, el espectador ocupa un lugar libre para juzgar, y esa es la intención primordial de este trabajo, orientado a proyectar el cine como un medio expositivo de formas alternativas de habitar y sentir el mundo. En términos de análisis, el propósito del texto presente es reunir un surtido de ideas organizadas con el asesoramiento de Santiago Fillol, guionista, director y docente.

Sirât posee la potencia discursiva de ser una obra fabricada sobre ningún lugar concreto, pero que se sostiene sobre pilares macizos. Este asunto gana significación si describimos someramente el contexto que la acoge.
Las agitaciones geopolíticas del presente, penetradas por una mediatización violenta e impuesta a escala planetaria, insisten en sobrerrepresentar unos hechos, a unos colectivos o a unas figuras por encima de otros, y en lo que respecta a los estándares audiovisuales, prevalece una forma monocromática y superficial que tiñe la mayoría de los contenidos en ‹streaming›, con independencia de que estos provengan de uno u otro lugar. En ese sentido, no es imaginable ningún acto artístico más subversivo que una película que nazca de una zona indefinida para volcarse sobre un gesto concreto y que, además, rescate una sed de experiencia en comunidad que descarte lo formulaico. Ese “gesto”, comprendido como algo que brota del propio avance de la obra artística para someterse a la auto-interrogación, cristaliza en el llanto de un hombre por la muerte absurda de su hijo o en los ojos compasivos de un desconocido que simpatiza con una situación ajena.
Ante los nuestros, se despliega una película profundamente cinéfila y que susurra a distintos referentes del clásico y del moderno, pero es incuestionable que la erudición de Laxe y de su equipo no ensombrece su audacia para representar a personajes en cuya evolución resuenan arquetipos milenarios. El más evidente es el de López; su viaje se abre a los ritos de paso pertenecientes a las religiones. Uno de ellos es el desasimiento, es decir, la renuncia progresiva a cualquier objeto que el ego atraiga posesivamente hacia sí, y tiene el fin de afrontar la irreversibilidad trágica de la vida desde la fortaleza interior.

La forma de Sirât trenza unas imponentes imágenes del desierto con la mostración de unas subjetividades desplazadas de la norma, o lo que es lo mismo, de un marco político y categórico con bordes delimitados. Los “raveros” son una “tribu nómada” que recuerda a los indígenas de los westerns, es decir, a la barbarie dispersa contra la civilización organizada, o al imperio de la delincuencia contra el de la ley. De estas dicotomías sesgadas y crueles (la barbarie tiene su norma del mismo modo que lo civilizatorio está teñido de sangre) surge una más honda, como es la de que lo finito necesita el influjo de lo infinito, a saber, que el radio de lo desconocido es de tal magnitud que el ser humano necesita superar sus diferencias para hermanarse. Es por ese motivo que en el microuniverso de Sirât la apelación a un orden sólo queda sugerida, ya que no hay un agente que mueva los hilos ni un demiurgo que reparta la suerte.
El fallecimiento accidental del niño en mitad de la obra da por supuesto que la norma es un artificio más de los modos que el ser humano ha hallado para organizarse. Por este motivo, detrás de cada problema político bulle un problema teológico, y tras cada convicción hay capas invisibles de incertidumbres. Fillol corrobora que Sirât, fundamentalmente, es la contestación neblinosa a la pregunta de “¿cómo nos sostenemos más allá de los bordes, de las zonas de seguridad que la sociedad ha buscado para resguardarse del vacío?”. A su juicio, la película no se agota en sí misma, sino que es más bien una bolsa que explota y que desencadena una atmósfera que se pega a la piel. La muerte del pequeño es una búsqueda interrumpida, una trasposición del viaje exterior al interior, una bofetada que arranca de cuajo un esquema de sentido y sugiere que hay otros mundos además de este.
Las películas son superficies porosas, tienen cráteres y aperturas, y el arte, desde este punto de vista, es un juego de malabares. Por esa razón, Laxe se ha preocupado de elevar a su “tribu nómada” a la categoría de sujetos con autonomía de decisión. Para la creación, Fillol reivindica la opción de jugar con los mimbres de la narración cinematográfica del siglo XX, gatear sobre sus contornos y superficies, en ‹pos› de pensar qué queda después del fin de los relatos, esto es, cuando hay que mirar a la muerte a la cara, una vez roto todo molde. En esa línea, los “raveros” se perciben como personas que han dejado de creer en una ficción mayor para abrazar una intemperie más próspera para ellos. De acuerdo con las premisas y la descripción del guionista, arman cálidos entrelazados sentimentales, movilizan potencias comunales y tienen más contacto material con el mundo, hecho que les hace estar más preparados que otros colectivos “civilizados” para una hecatombe. El sistema imperante, prosigue Fillol, agota recursos y rechaza las comunidades efímeras, mientras que los raveros generan parentesco en lugar de identidad, es decir, no se preocupan por fijar ni rentabilizar nada de su entorno. Ello antecede a la pregunta primordial de ¿dónde queda el calor humano una vez que se nos ha negado cualquier posibilidad de propiedad o de contrato social?

El baile, uno de los motivos visuales más utilizados en el cine moderno —desde el desenlace de Fellini, ocho y medio (8½) hasta Buen trabajo— abre pues un entorno de territorio otro, y no es evasión, sino creencia firme en que se puede vivir de otro modo. Fillol, lector de McKenzie Wark, asegura que acostumbrarse a lo frágil, a lo fugitivo y a lo que acaba pronto es una forma de establecer lazos sólidos, y que la ficción genera plasticidad emocional, trata lo que de ordinario nos desborda y vertebra éticamente futuros posibles.
La escritora Annie Le Brun apunta que el arte no aporta ideas, sino que las borra. Esto es en efecto Sirât, una película que poco a poco desmiembra su trama hasta descubrir sus huesos, análogamente al desnudamiento hiriente del personaje que encabeza la ficción.
En paralelo, la niña no encontrada simboliza la búsqueda de la inocencia y de la libertad, y la terrible pérdida que afronta el protagonista es una bajada súbita al duro suelo de la realidad, un angustioso encuentro con lo arbitrario. El filósofo Søren Kierkegaard sirvió de puente para que el cristianismo y el psicoanálisis se tendiesen la mano, y entre sus escritos destaca el concepto de la angustia. Este es descrito como una toma de conciencia fatalista que experimenta el ser humano cuando percibe que está espiritualmente constituido, es decir, abierto a nociones omnicomprensivas que no puede abarcar por sí solo, pero a la vez se percata de la impotencia que implica su finitud. En sus colaboraciones radiofónicas, el propio Laxe ha acercado al gran público esta concepción existencialista, y en ellos ha aludido a la imprescindible dimensión del cuidado humano, unido a la fragilidad que atraviesa nuestra constitución.

Esta película-viaje levanta una especie de rito que se consagra a la contingencia, pues como aduce Fillol, estamos hechos de ella y de su vertiginosa belleza telúrica. En otros términos, un absoluto filosófico es que el accidente es creador, como el agua que acabó en la Tierra y que originó la vida. Laxe y su equipo acompañan la contingencia amorosamente, porque el trauma inesperado forja vinculaciones y promueve hermandades. ¿Cómo se abriga la arbitrariedad del existir y qué nos empuja a dar un paso en una dirección y no en otra? Estas preguntas, rescatadas por Santiago Fillol, son un correlato que Sirât traduce mediante una estética renovadora.
Esquilo asumió que la verdad se padece, y por eso nació la tragedia. La verdad no es una expresión tautológica, recuerda Fillol, sino que se suda y se experimenta corporalmente antes de ser racionalmente trabajada, porque el cuerpo es un procesador de bloques de dolor. A raíz de esto, la tragedia se vincula con la catarsis no porque el mal social deba ser entendido, sino porque lo alojamos en el vientre. Fillol, para aclarar de dónde viene la inspiración para filmar Sirât, cita Apocalypse Now como un ejemplo claro de cómo los traumas, en este caso los bélicos, se dejan de taponar. Apocalypse Now, del mismo modo que Sirât —aunque esta se erige en un mundo tecnificado y más incierto— hace que suenen las notas vibrantes que llevamos dentro, pues no se trata de asistir a historias de guerras y muertos, sino de apelar a la vivencia patológica y física de pasar por ellas. De acuerdo con esta afirmación, Santiago Fillol cree que el cine debe incidir en la imposibilidad de absorber el dolor de una época, pues es un factor que nos arroja furtivamente al presente. Asimismo, el misticismo, como lo definía William James, es una vivencia absoluta del presente, ya que la cabeza no se va ni un minuto para atrás ni tampoco para adelante, es decir, hay una máxima conexión material con los sucesos. Así termina Sirât, con un tren que recorre un desierto que es un campo de minas.

Dijo el poeta Antonio Gala que la muerte es la vida callada, universal, y Sirât se erige como una ofrenda ante estos desafíos insondables, pues comprende que las personas somos profundas zonas de afectación, y que el camino hacia una madurez existencial pasa por educarse en la pérdida y en el dejar ir. Si por algo despunta el último largometraje del director de Lo que arde, en el fondo, es porque en su acabado late la propuesta de entender el cine como una plegaria. Si Giorgio Agamben lamentó que la expresión cinematográfica había renunciado a sus gestos, Laxe contradice tal sentencia con un honroso intento de devolverle a las imágenes el aliento originario que un día las vio nacer, es decir, la pulsión deseante de identificar algo del mundo y de sustraerlo del imparable flujo del tiempo. Y en ese deseo siempre habrá alguna cosa que jamás se reducirá a la captura, y que de hecho es la razón por la que el cine siempre está por hacer.






