Las sombras y la nada
En primera instancia, Materialistas es un destello de impudicia cuyas formas edulcoradas, suaves y pretendidamente agradables ocultan la violencia material, simbólica, histórica, política y fílmica que articula su narración. En última instancia, la nueva cinta de Celine Song no es más que la viva imagen de una contradicción inasumible y, por ello, paralizante, tanto para su propio devenir argumental como para su aparato discursivo, que no tarda en cortocircuitar debido al carácter antagónico del sentido que se desprende de la puesta en escena y del propósito original del que surge dicha puesta en escena. Pese a todo, la parálisis no dura demasiado y la maquinaria de Song vuelve a ponerse en marcha triturando su propósito originario en favor del modelo, económico (el capitalismo) y cinematográfico (las comedias románticas), que en un principio pretendía satirizar.
Las comedias románticas están compuestas por dos ficciones complementarias: la primera constituye el propio relato que se narra; la segunda es la imagen del mundo que proyecta dicho relato. Resulta bastante extraño que una cinta que se adscribe dentro de dicho subgénero no tenga una gran capital occidental como escenario principal por cuyos barrios más lujosos se mueven sus cosmopolitas personajes (las zonas rurales o naturales son siempre espacios de fuga hacia los que se dirige el protagonista cuando quiere aislarse del mundo, que dentro del marco de la narración queda reducido a su particular, cerrada y pequeña concepción del mundo; esto es, a esas mismas calles, áticos y parques de los que quiere huir y a los que termina volviendo después de haber realizado un esclarecedor proceso de introspección durante su viaje); que estos no sean empresarios, diseñadores, corredores de bolsa, abogados de fama o artistas que únicamente tienen preocupaciones amorosas o sentimentales; y que, en los compases finales de la obra, esas preocupaciones no encuentren una solución milagrosa. Si, como las escenas iniciales dejan entrever, la intención de Song es desnudar a través de la risa el sustrato reaccionario sobre el que se levantan las comedias románticas, las dos ficciones que estas tienen por norma desplegar sobre la pantalla deben de ser los principales sujetos de su ejercicio deconstructivo; de cualquier otra forma, la satirización es meramente tangencial: los núcleos se mantienen intactos.
El principal problema de Materialistas es que, lejos de problematizar esos núcleos, los toma como propios y construye su particular sentido del humor a partir de una serie de diálogos de una explicitud expositiva sonrojante y de pequeñas hipérboles que, durante gran parte del metraje, se confunden con facilidad con expresiones de complacencia ¿Y cuál es esa ficción concreta que las comedias románticas despliegan sobre la pantalla y que Song, para haber cumplido con sus propósitos iniciales, tendría que haber colocado bajo el microscopio de su cámara? La ficción de los cuerpos normativos, delgados, que corren y duermen sin despeinarse y lloran sin desmaquillarse, la ficción de los cuerpos que trabajan sin sudar y sin cansarse, la ficción de los cuerpos que han asimilado las camisas, los pantalones y los vestidos de lujo como una segunda piel; la ficción de la inexistencia de pobreza, o del desplazamiento de la pobreza fuera de los márgenes del relato porque la única realidad que merece aparecer —sublimada— en pantalla es la de los ricos; la ficción del amor como motor del mundo y de la historia; la ficción de la justicia poética y de “el tiempo lo pone todo en su lugar”. Una ficción, pues, que no irrealiza la realidad, sino que se niega a aceptar su existencia. La ficción como escaparate de lujo, como interminable ‹spot› publicitario, como incesante constructora de deseos inalcanzables. Dentro de esa ficción, la imagen no es más que una sombra proyectada por un objeto inexistente, una puesta en escena destinada a generar necesidades artificiales y frustraciones constantes.
La cuestión no radica en que Materialistas no sólo no cuestione el orden de esa ficción interna que rige la articulación de las comedias románticas, sino en que asume todos sus tropos y sus clichés, sus imágenes cristalizadas, y los sublima buscando realizar un ejercicio de autoconciencia que les conceda una ligera nota irónica que desvele sus desvergüenzas. Song quiere criticar la objetivación que sus personajes hacen de sus parejas y amigos, el modo en que convierten cualquier tipo de vínculo humano en una relación mercantil, y por eso filma primeros planos del rostro afligido de una Dakota Johnson que expresa con poca convicción los sentimientos de culpa que castigan la conciencia de su personaje por haber dejado a su novio porque “era pobre”, pero esos primeros planos no son más que la formulación visual de la aflicción que siente la propia Song al convertir la suciedad y la ausencia de higiene personal en características sustanciales y esenciales de la clase trabajadora —cuyos problemas somete a un proceso de limadura y suavización para evitar que la realidad se abra paso entre la fantasía de las imágenes—, mientras que refuerza asociaciones como —y el orden en que las exponemos es fundamental— belleza y normatividad, belleza (normativa) y sensualidad, sensualidad y riqueza, riqueza y felicidad. Y es que de nada le sirve a la realizadora hacer que Johnson repita una y otra vez ese forzado gesto de culpa cuando ella misma, a cada personaje que no llega a fin de mes, le hace aparecer delante de la cámara despeinado y sucio. Los millonarios, sobra decirlo, se despiertan perfectamente peinados y maquillados, iluminados por un cálido fulgor de tintes divinos. Esos peinados y maquillajes perfectos no desaparecen ni siquiera después de que hayan mantenido relaciones sexuales, de que hayan pasado la noche en vela o de que hayan bailado en una fiesta. La luz con la que Song les premia por ser “perfectos” —según los artificiales y artificiosos códigos del capitalismo— también es un elemento estético —y esteticista— constante.
Materialistas exterioriza esa contradicción entre la discursividad explícita y plana de sus diálogos y la solidez y seguridad del discurso de sus imágenes: a mitad de metraje, el ritmo —torpe— de la narración se detiene durante un instante y el indefinido avanzar hacia delante del argumento pierde dirección, casi como si la propia Song dudase del camino que está trazando. Ese pequeño quiebre es el síntoma que expresa el momento en el que la cinta toma conciencia del carácter antagónico de las fuerzas que la tensionan, lo que no supone ningún tipo de problema, puesto que rápidamente abandona su propósito satírico para afirmarse como “la comedia romántica definitiva sobre la generación ‹millennial›”. Así, en su segunda mitad, la cinta intenta demostrar que el acercamiento a los códigos de dicho subgénero tiene que hacerse desde una posición de sumisión: es imposible cuestionarlos, desnudarlos o destruirlos. ¿Acaso esos grandes planos generales en los que Song filma a Johnson caminando por las opulentas calles de Manhattan, con sus imponentes rascacielos al fondo del encuadre, no son la viva sublimación formal de una serie de planos similares que forman parte de otras películas? ¿Acaso no son su superación por la vía de una magnanimidad que, de nuevo, pretende ligar riqueza y sensualidad —el suave movimiento deslizante que la cámara hace por las aceras—?
La película de Song reproduce, además, ese mismo narcisismo que en su primera parte le reprocha a sus personajes: su propósito final es el de demostrar que el amor es el motor del mundo y de la historia y que el tiempo lo pone todo en su lugar, por eso, porque quiere cumplir esa misión que ella misma se ha impuesto, es capaz de utilizar una violación como un golpe de efecto con el que probar su tesis. Una mujer es agredida sexualmente por un hombre con el que estaba tenido una cita, pero, según la propia enunciación de la cinta, no pasa nada, porque al final termina teniendo otra cita con otro hombre con el que, posiblemente, inicie una bonita relación. Aarón Rodríguez Serrano lo ha explicado muy bien en su artículo: «No se puede hacer “literatura de la violación”, salvo a costa de hacer precisamente lo que Song hace: convertirla en una mera excusa textual para que a la chica guapa treintañera occidental autoconsciente y romántica le pasen cosas bonitas y se descubra a sí misma. Cuando al final del metraje se nos informa de que la mujer violada ya está mucho mejor porque ha participado en otra cita con un desconocido uno siente deseos de prenderle fuego a la película». Sin pensar en nada ni en nadie, Song está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de mostrar que el amor —su concepción del amor— todo lo puede, y, por eso, su película no es más que una colección de lugares comunes que, eso sí, están sólidamente edificados: ahistórica —las relaciones monógamas, muy a pesar de la directora, no surgieron en la edad de piedra ni son inherentes a la naturaleza humana—, amoral —la mercantilización que hace de la violación es sencillamente abyecta— y ridícula en sus momentos más “emocionales”, Materialistas absorbe todas las imágenes cristalizadas de la tradición de las comedias románticas para convertirse ella misma en una gran, falsa e irreal imagen cristalizada, en una sombra sin objeto existente que la proyecte, en nada.