Hey, New York… Digo Madrid, exterior.
Exterior, Madrid. Una ciudad hostil, un muerto viviente todavía vivo porque es la capital, que se esfuerza por hacerte consumir, porque olvides qué más se podía hacer aquí sin pasar por caja.
Juan Cavestany, consciente de lo difícil que es hacer un retrato de Madrid positivo que no caiga en el discurso básico de que en Madrid cabemos todos (porque es España dentro de España), ni alabando las cervezas como si el alcoholismo fuese patrimonio de la capital, o dando protagonismo a los hijos canallitas de papá que llaman a sus locales “La lianta”, “La mamona”, “La malquerida” o “La malcriada”, admite abiertamente que el verdadero origen de este proyecto surgió en realidad de hacer unas fotos a letreros clásicos de Madrid, los que existieron antes de la gentrificación y todavía resisten a las embestidas del turismo.
Y, aunque Madrid, Ext. es ante todo una rara avis documental que deja la explicación, el discurso o el objetivo de la película en manos del espectador, no puede evitar que su retrato del Madrid de ahora a través de las personas entrevistadas termine llevando de una manera u otra en esa dirección. Porque, de esos letreros de hace décadas que únicamente pretendían informar sobre el tipo de establecimiento (normalmente asociado al apellido del propietario), surge un entrañable testimonio sobre quienes los habitan, y con ellos sobre un mundo que se acaba, el de los barrios con personalidad y personas que viven.
En esos barrios —aunque solo los veamos o intuyamos a través de los recuerdos de quienes allí persisten— surge una intimidad repleta de extrañeza, a la que sus protagonistas nos permiten acceder desde el orgullo de una vida dedicada casi por completo a un oficio, una pasión. Ese orgullo, que a menudo también es triste y anecdótico, casi siempre nos deja con las retinas llenas de rostros expresivos que devuelven con su mirada la perspectiva de una vida que no siempre gratifica, aunque exista en su forma de hablar todo un afán por demostrar que sí, que ese trabajo les ha llenado hasta tal punto que todavía están en él a pesar de sobrepasar la edad de jubilación por mucho o de no obtener los beneficios suficientes para subsistir.
Madrid, Ext. recuerda con frecuencia a How To with John Wilson, quitando lo de no mostrar un Estado fallido (en el momento de la grabación). Lo cómico bordea todo, aunque da la sensación de que Cavestany lo rueda todo siempre con respeto, de forma que casi nadie nunca parezca caer en el ridículo, ni siquiera cuando las anécdotas que cuentan puedan serlo. Quizás esa sea su gran visión: ofrecer historias sin mostrarlas y hacer que todas ellas se sientan interesantes. Uno pasa por una amplia gama de emociones a través de esos retratos, de las imágenes de los carteles y letreros, de las gentes que vienen y van, que parecen todas buenas, amables, y que se apoya constantemente en una sinfonía que intenta mezclar el sonido del barrio con el de la gente.
Es por eso por lo que vale la pena señalar el subtítulo que acompaña al cartel de la película, donde se dice que Madrid busca una sinfonía. La ciudad con el himno que se burla de sí misma encuentra aquí un respeto que se aleja de la idea de Madrid y que se centra en lo humano hasta el punto de resultar en cierto modo melancólica, aunque también nostálgica. Guille Galván, uno de los compositores de Vetusta Morla, firma una banda sonora que tiene tanto valor como las imágenes mostradas, que complementa cada paso por la ciudad para dotarlo de una dignidad que nos intentan quitar a través de la degradación de los servicios públicos, la eliminación de la cultura ‹underground› y la presencia cada vez mayor de Airbnb y sucedáneos.