Como en El ángel, la película que seguramente descubrió a Luis Ortega en nuestro país, en Lulú se adivina una fascinación por personajes problemáticos, conflictivos, asentados en un territorio moral lleno de aristas y complicaciones, de veneno incluso, pero poseedores también de cierta ingenuidad o pureza, peligrosos pero vulnerables, sujetos en constante liza contra su entorno, del que se excluyen o son excluidos, mientras buscan un sentido a sus vidas, una felicidad sustentada bien en lo material, bien en algo más difuso, más inasible y enigmático, como le sucede a la pareja que forman Ludmila y Lucas, náufragos en una Buenos Aires que, bajo la mirada de Ortega, adquiere tintes casi surrealistas. Hacer cine social al uso no entra dentro de sus planes, pese a los conseguidos ambientes de marginalidad por los que se mueven los protagonistas (desde su minúscula vivienda soterrada al resto de espacios que recorren y de personajes con los que interactúan). A Ortega no le impulsa tanto la denuncia como un humanismo labrado en el misterio de las relaciones humanas, y una poética, a veces leve, a veces rozando la extravagancia, que se va construyendo gesto a gesto, dotando de peso a la propuesta, hasta singularizarla y hacerle ganar un hueco en ese espacio reservado a un cine libre, independiente, marciano en el mejor sentido de la palabra.
Cabe preguntarse si esto, jugar al despiste y concatenar peripecias vitales más o menos anecdóticas y aleatorias, es suficiente, o si, por el contrario, la suma de encuentros y desencuentros, el azaroso deambular de sus criaturas, no enmascara cierto vacío, o en todo caso cierto hermetismo que deja a nuestros protagonistas algo desdibujados, dificultando la empatía y, por extensión, el fluir de una emoción genuina que esta historia de amor-odio, de dos personas que se hacen daño estando juntas pero que no pueden estar separadas, pedía a gritos y que finalmente solo ofrece de forma esporádica, en gran parte gracias a la mirada de Ailín Salas, probablemente los ojos más hermosos y expresivos del cine contemporáneo. «No me gusta la violencia, me gusta el alboroto», afirma en un momento determinado el personaje de Lucas. Y algo similar podría decir Luis Ortega, que parece asumir esta máxima como brújula para su película: es desconcertante, caprichosa, libre, absurda, fea y hermosa de forma alterna y simultánea, con golpes de ingenio admirables y otros que invitan a enarcar la ceja, pero, ante todo, es la película que su director quiere que sea, y no la que esperamos los demás, y eso denota valentía, algo que abunda poco últimamente. Y luego tiene a dos intérpretes comprometidos, carismáticos, que se echan la película a la espalda y ayudan a llevarla a buen puerto.
Lulú, con las particularidades antes mencionada, es una cinta interesante y disfrutable, aunque no sé si fácil de recomendar. Menos pulida y menos incómoda que El ángel, cuyo poso de turbiedad moral y sexual está ausente, pero aun así con giros y elementos que ensombrecen el ánimo festivo general que anima sus imágenes (ese camión que recorre la ciudad lleno de detritos cárnicos), y también con su carga de misterio y de violencia (el pasado enigmático de ella, el carácter autodestructivo de él, la suma de ambos como juguete pirotécnico a punto de estallar), hacen de ella una propuesta a menudo apasionante, que, sin funcionar del todo, se convierte en una pequeña oda a los desamparados, a los orates, a los que se atreven a desterrar el miedo de sus vidas, aunque en el fondo teman no saber lo que quieren en realidad. Ortega maneja todo ello con una inclinación (ora divertida, ora molesta) al absurdo, al desvío inesperado, y si bien corre el peligro de quedarse todo en una broma privada, llegado su desenlace sentimos que las vivencias de sus dos protagonistas han calado en nosotros, dejando un poso de melancolía y amargura difícil de definir, mérito sin duda de Ortega, que, en sus muy modestos términos, ha sabido hacer de Lulú una fábula urbana original e inclasificable, en la que la levedad poética, la alegría de vivir y el nihilismo bailan a un mismo compás. Mención aparte para el peinado de Ailín Salas, desde ya de los más icónicos de la historia del cine.
