Duelo, memoria, cuerpo y tecnología
No causa en absoluto extrañeza que una película del legendario director canadiense David Cronenberg arranque con un siniestro plano de un cuerpo mutilado y en proceso de descomposición, observado desde una suerte de mirilla del ataúd por un hombre que grita aterrorizado en sueños. Al despertar de la pesadilla, su boca contraída, enferma y muy abierta, nos conduce hasta la consulta de un dentista que le atiende y sentencia: «El duelo te está pudriendo los dientes». Apenas unas estampas y palabras certeras del maestro absoluto del ‹body horror› para que una gran mayoría de sus filias y fobias filosóficas y artísticas manifiesten su confluencia en un film que es llamativamente autobiográfico respecto al conjunto de su obra —de hecho, en el recuento histórico de su dilatada trayectoria, únicamente The Brood, titulada en España Cromosoma 3, ha sido siempre relacionada con la crisis personal que estaba atravesando entonces tras el divorcio de su primera esposa—.
Como es bien sabido, la impronta creativa de su última propuesta parte del profundo dolor de Cronenberg por la muerte en 2017 de su esposa Carolyn, con la que había compartido gran parte de su vida. Y es una inquietante historia sobre el dolor, la pérdida y la conexión entre cuerpo, memoria y tecnología, que fue presentada en el Festival de Cannes y que ahora por fin aterriza en nuestro país de la mano de la plataforma Filmin. Los sudarios sigue los pasos de Karsh (Vincent Cassel), un empresario viudo y visionario que ha creado una tecnología capaz de monitorizar en tiempo real la descomposición del cuerpo de su esposa fallecida Becca (Diane Kruger). El sistema, bautizado como GraveTech, permite a las personas vivas mantener una conexión visual con sus seres queridos muertos, en un gesto tan íntimo como inquietante, que desde una perspectiva diferente y renovada, más introspectiva, conecta con el célebre concepto de “Nueva carne” de Cronenberg como elemento transhumanista que resulta de la interrelación entre cuerpos y máquinas.
En el arranque de la acción, la tranquilidad emocional ciertamente obsesiva y enfermiza que Karsh ha conseguido con su invento —y con la única compañía cotidiana de un avatar de inteligencia artificial que se parece mucho a Becca—, se verá alterada cuando varias tumbas, incluida la de su mujer, sean profanadas y comience una búsqueda para descubrir a los responsables. En el camino, determinadas personas de su vida pasada irán entrando en escena para guiar a Karsh en su cruzada. Terry, la hermana de su mujer, ejerce de reflexiva confidente, mientras lidia con la problemática relación que mantiene son su exmarido Maury (Guy Pierce), un informático que estuvo muy involucrado en la tecnología de ultratumba de Karsh, y que no acepa la separación. Además, la esposa ciega de un multimillonario moribundo que desea aplicar el sistema en su país de origen, introduce también otro desafiante punto de vista sobre el deseo, el sexo y la muerte, que involucrará a nuestro protagonista y lo llevará a un nuevo estadio de superación de su dolor. De hecho, esta nueva relación parece que actúa como elemento activador de una compleja y contradictoria interacción sexual entre el hombre inconsolable y la mujer que posee un cuerpo idéntico al de la esposa perdida —«Me encantaba su cuerpo […]. Yo vivía en el cuerpo de Becca»—.
De hecho, esa preponderancia del hecho corporal, enfermo, decrépito, como en tantas otras obras del director canadiense, esa imaginería visceral que tan bien ha sabido vehicular a lo largo y ancho de su filmografía, se expresa aquí sobre la base de una inusitada vulnerabilidad emocional, al mismo tiempo que su poderosa premisa de eliminación de los límites entre la materialidad mecánica y orgánica, se representa en esta ocasión por medio de unos minúsculos artefactos que adheridos al esqueleto de su receptor parece que podrían servir a intereses espurios de control social.
Y precisamente es en esa vertiente geopolítica conspiranoica de competencia entre potencias, donde a mi parecer la película va perdiendo entidad y desmoronando sus incuestionables virtudes. Además, en el plano estrictamente estético, hay en sus texturas una cierta pobreza visual, un tono lúgubre y mortuorio, que aunque parece adecuado a las esencias del film, termina por generar la desconexión de la audiencia. En cualquier caso, es innegable que en esta mezcolanza de la perversión más grotesca y atormentada con la fragilidad más conmovedora, de queda un poso de reflexión que es dolorosamente humano, y esperanzadoramente terapéutico. Una nueva perspectiva de la mítica unión entre máquina y cuerpo marca de la casa, que ahonda en el modo en que la tecnología puede alterar el conocimiento sobre la muerte. David Cronenberg apela finalmente al valor indiscutible de la vida y la interacción humana, aunque sea en una película plagada de cadáveres.

«El Cine es más hermoso que la vida.»