Empecemos por lo negativo: Sí, La vida de Chuck puede llegar a empachar al espectador con tendencia al cinismo o al mensaje positivo. Y es que no es nada sencillo apelar a la celebración de la vida e incluso de la muerte con un punto de vista tan sumamente alegre, por así decirlo. Y más cuando todo viene adornado con una buena dosis de colores pastel en la paleta, diálogos que a veces parecen sacados de una taza de Mr. Wonderful y escaso espacio para contrapartidas emocionales que pongan en jaque lo expuesto. Pero bueno, quizás todo ello esté no tanto en la visión del espectador como en el propio texto de Stephen King en el que está basado la película. Al fin y al cabo King puede ser espeluznante pero cuando se trata de huir del terror y hablar de la vida, en demasiadas ocasiones se le va la mano con la azucarera. Si a eso le sumamos que Mike Flanagan suele enfocar el drama familiar de un modo que hace de una discusión algo de trascendencia universal, el resultado puede ser un tanto empalagoso.
Dicho esto, La vida de Chuck, a pesar de contener algunos de estos elementos citados, consigue superar estos obstáculos para acabar siendo, contra todo pronóstico, la película que quiere ser, y que no es otra cosa que una especie de guía contra la desesperanza, una suerte de manual que acaba por configurarse como hasta un punto de inflexión vital. Puede que esto resulte exagerado, pero de alguna manera, más allá de sus valores puramente cinematográficos a los que nos referiremos a continuación, sí consigue hacer sentir algo muy próximo a la esperanza.
Curiosamente esto se produce no tanto por su desenlace ‹per se› sino porque, a través de su estructura de narración inversa consigue que el mensaje cale a través del encaje de sus piezas. No se trata de lo que transmite su emotivo episodio final, se trata de cómo complementa a los visto ante entonces, dotando lo que podría ser un anodino ‹coming of age› en algo casi de proporciones cósmicas, de convertir la experiencia personal en algo cercano a lo universal y al mismo tiempo íntimo, capaz de tocar a cada espectador en su fibra más personal.
Cierto es que su primer capítulo, por así decirlo, puede resultar desconcertante por los enigmas planteados y su descripción de una suerte de cine de catástrofes apocalípticas reducida al plano de lo individual. Porque todo lo visto resulta delicado y misterioso al mismo tiempo. Asistimos pues al derrumbe de un planeta entero al ritmo de un apagón paulatino de todo lo que da significado a lo que entendemos por mundo. Más que explosiones y caos, es como ver un puzle completo que se va desarmando pieza a pieza hasta el vacío. Y ahí surgen las preguntas ¿Qué acabamos de ver?
Las respuestas, expuestas en los dos siguientes capítulos puede que resulten anodinas contempladas con un foco reduccionista y que incluso remitan a una especia de apología involuntaria del telefilme de tarde. Y a pesar de ello hay algo fascinante en su naturalidad desvergonzada, en su caída a los abismos de lo cursi e incluso de la explotación desvergonzada de las habilidades danzarinas (mostradas varias veces en entrevistas) de Tom Hiddleston en una escena tan climática en intención como pasada de rosca en su exposición. Lo sorprendente, sin embargo es que funciona: lo que deberíamos contemplar con una ceja levantada acaba por convertirse en un generador de sonrisas confortantes.
La vida de Chuck pues, puede parecer una película articulada en clichés desparramados en una estructura inusual para este tipo de narración, pero que acaba por ser una especie de fábula más cercana a la fantasía en su trama, a una especie de musical en cuanto al ritmo y puesta en escena y, sobre todo, una pieza honesta en intención como en exposición incluso de sus defectos. Una película que no es un ‹guilty pleasure›, sino un ‹pleasure› sin ninguna necesidad de sentir culpabilidad por abrazar el lado bueno de la vida.
